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Lo que importa

AFANADOS EN lo urgente, que es evitar lo que puede matarnos, dejamos de ocuparnos de lo importante, que es asegurarnos las cosas que hacen que merezca la pena seguir vivos. Mientras el temporal de coronavirus descargaba su tormenta de incertidumbre sobre nosotros, nos hemos dejado pasar sin prestarle apenas atención a la presentación del proyecto de ley de educación del Gobierno. No pasa nada, cada momento, dicen, tiene su afán; es solo el proyecto, habrá tiempo para la discusión, el debate y el conocimiento, pero es bueno que ni siquiera en medio de una tormenta de lodo como esta perdamos de vista qué es lo que importa.

Llega, como las siete anteriores, preñada de buenas intenciones. Luego habrá que ver lo que sale del Parlamento y, sobre todo, a qué la dejan reducida los Presupuestos de cada ejercicio. Pero, de entrada, trae para la comunidad educativa un punto de optimismo que nadie le puede arrebatar: viene a terminar con la nefasta Lomce, la única ley educativa de la democracia aprobada con el apoyo de un solo grupo político; tan mala, que recién aprobada todos los demás partidos, sin distinción de ideologías, se comprometieron a derogarla en cuanto hubiera ocasión; tan mala, que el propio partido que la sacó adelante la tuvo que enmendar poco después ante la evidencia de su chapuza; tan mala, que hasta el Gobierno que la parió se qutó de encima en cuanto pudo al ministro que le dio nombre, José Ignacio Wert, y lo mandó fuera del país para que los votantes lo olvidaran cuanto antes. Le funcionó: no sé qué habrá sido de él, ni me importa.

En cualquier caso, mientras esperamos no estaría de más recordar que la sociedad no se cambia solo a golpe de leyes y decretos. Ayudan, pero no bastan. Para que cambie realmente hace falta tiempo y algo mucho más profundo: voluntad y esfuerzo conjuntos para cambiar la mentalidad colectiva. Es evidente que los políticos, nuestros legisladores, no van a sellar ese pacto de Estado por la educación que llevan décadas pregonando mientras no les obliguemos, mientras no vean que la sociedad ha pasado a considerar la educación pública como una prioridad innegociable e intocable.

Y para eso es preciso que empecemos por cambiar nosotros mismos, que empecemos a valorar de verdad y no solo de boquilla el sistema educativo público, a mirarlo como una inversión y no como un gasto, a reclamar todo el dinero que sea necesario y más para llevarlo al nivel de excelencia que sea posible porque de él depende el futuro de nuestros hijos y, con ellos, el nuestro propio. Un sistema que pueda por fin confiar en sí mismo y poco a poco, a base de invertir en nosotros mismos, pueda terminar con la anomalía de la concertada, que pueda sacar pecho ante una enseñanza privada muchas veces sobrevalorada porque la miramos con una condescendencia que no concedemos a la pública y que ofrece unos resultados muchas veces dopados.

Deberíamos aspirar a un sistema educativo público en el que los profesores formaran parte de la élite social, laboral e intelectual, en el que la labor de educar a nuestros jóvenes estuviera en manos de los mejores, de los más exigidos y de los mejor retribuidos. Un sistema que seleccionara de entrada a los más capaces, les diera la formación más completa, avanzada y sostenida en el tiempo y les asegurara una carrera laboral llena de posibilidades, y a la vez los evaluara de forma permanente para asegurarnos de que su formación y entusiasmo se trasladasen de forma constante a sus alumnos, en una rueda que animara a mantenerse siempre dentro a los más aptos, que expulsara sin miramientos a los perezosos y que no empujara al desánimo y a la jubilación anticipada a muchos cuando más experiencia tienen que aportar.

Por desgracia, aún tendremos muchas leyes que debatir hasta que veamos un cambio así en la sociedad, porque esta transformación no se puede conseguir sin educación. Por suerte, se puede lograr con educación.

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