Marisco, de comida de pobres a exquisitez de ricos

El marisco, despreciado por su abundancia y ausencia de mercado, pasó a ser un lujo con el boom económico y del transporte

Mercado del marisco en la Praza do Campo de Lugo en 1968. ARQUIVO PROVINCIAL
photo_camera Mercado del marisco en la Praza do Campo de Lugo en 1968. ARQUIVO PROVINCIAL

Álvaro Cunqueiro decía que el mejor vino para acompañar el marisco era el de Betanzos, porque las parras crecían en tierras abonadas con nécoras, centollos y percebes. Una afirmación que a muchos les puede parecer propia del universo mágico que habitaba la cabeza del brillante escritor mindoniense, pero que en realidad era la descripción de la Galicia costera que a él le tocó vivir durante sus años de juventud.

La imagen de las huertas llenas de conchas y cáscaras o la de los pescadores destrozando a golpes el marisco contra el carel de la lancha para no tener que cargar con él hasta el puerto, en plena posguerra, está grabada a fuego en la retina de mucha gente, que todavía hoy no comprende como lo que era abono o comida de pobres se ha convertido en pocas décadas en una seña del lujo, la exclusividad, la posición social y, a la vez, en un símbolo de la Navidad.

Como casi siempre, detrás de este cambio no existe una única razón sino que han sido varios los factores que han transformado la filosofía, la cultura y el precio del marisco. El hecho de que esté presente esta noche en muchas mesas, como cada periodo navideño, se lo debemos la Iglesia y su veto histórico a la carne en fiestas señaladas; mientras que la cuestión del precio desorbitado que alcanzan algunos ejemplares y especies es atribuíble a partes iguales a la revolución del transporte de los años 60 y a la cada vez mayor escasez del recurso en el mar.

EL PESO DE LA TRADICIÓN
Desde los fósiles marinos hallados en las primeras cuevas habitadas hasta las modernas mariscadas de nuestros días, pasando por las crónicas romanas o los lienzos medievales, nos sobran pistas que confirman la evidencia de que el ser humano consume marisco desde que pisa la Tierra. Pero el hecho de que lo haga de forma masiva en Navidad no deja de ser curioso. Tradicionalmente se cree que tal costumbre responde al dicho de que los mejores meses para tomar moluscos y crustáceos son los que llevan una erre, como diciembre, pero la relación del marisco con la Nochebuena viene de más atrás.
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En concreto, de cuando la Iglesia proclamó la Navidad fiesta solemne con vigilia de ayuno y abstinencia, obligando el día anterior a hacer una sola comida y sin carne. En el interior era más difícil, pero en las zonas del litoral las familias echaron mano de pescado y marisco para cumplir con una norma eclesiástica que, mientras en muchos países se fue relajando, en la España franquista, tradicional y religiosa sobrevivió hasta 1966. 

DEL MAR... A LA HUERTA!
Hasta esa fecha el marisco era un alimento abundante, barato y cuyo consumo se reducía a las poblaciones costeras. Basta un ejercicio mental que nos traslade al contexto de principios del siglo XX en Galicia para entenderlo: sin contaminación ni presión pesquera, el mar estaba repleto de stock; y sin comunicaciones ni medios para transportarlo vivo —o al menos fresco— a zonas del interior, los pequeños mercados locales se saturaban muy rápido.


Su presencia en la mesa en estas fechas se la debemos a la Iglesia, que ordenó una única comida de Nochebuena... y sin carne


Así que como sobraba tanto marisco, buena parte de él se acababa tirando en las huertas para abonar, ya que su alto contenido en calcio mejoraba la fertilidad de los suelos ácidos. Las algas y algunos peces como rayas y bogas tenían el mismo destino que bogavantes, mejillones o nécoras.

"Viñan as lanchas cheas de centolos e calquera podía achegarse a coller os que quixera para un saco", kilos y kilos de marisco por apenas 50 pesetas, recuerda Hixinio Puentes, conocido historiador de O Barqueiro. En épocas de máxima abundancia incluso los regalaban a los agricultores o a los pobres para que estos los cambiasen por alguna limosna. "Ou directamente nin os traían para a casa; machacábanos a bordo ao collelos e tirábanos ao mar para non ter que pasar o traballo de desmallalos das redes ou que as romperan", relata Alfredo Fernández, jubilado de San Ciprián.

Precisamente su padre, también Alfredo de nombre, era el propietario de Lucita, un vapor de 12 metros de eslora que en la posguerra hacía de barco-vivero: es decir, transportaba marisco vivo. "Foille moi ben", recuerda ahora su hijo, que explica que durante muchos años se dedicó a transportar "lumbrigante, santiaguiño ou ourizo" de A Mariña a Asturias y otras zonas del Cantábrico. En aquel momento, los años 40, el mar era la única vía para ampliar el mercado de este producto, ya que bastaba con reponer el agua de los viveros para mantener las capturas vivas.
precios marisco
La misma ruta que el vapor Lucita —que acabó hecho trizas por el carguero Castillo Moncada en mayo de 1945— ya la habían recorrido antes a vela muchos balandros franceses, que llegaban a Galicia del sur con sus viveros repletos de langosta, más apreciada en las cocinas del país vecino que aquí. Desde el año 1900 se reunían frente a Cedeira para encarar la recta fi nal de su viaje; en algunos casos generando conflictos con los pescadores locales, pero en otros ayudando a surtir las cetáreas que por entonces empezaban a despuntar en las costas de Ortegal y A Mariña. 

LA REVOLUCIÓN DE LOS 60
Si hay que buscar un punto de inflexión en la historia del marisco gallego ese está, sin duda, en los años 60. Superado lo más duro de la posguerra, el despegue económico de España fue brutal y llevó aparejados importantes movimientos demográficos hacia las reindustrializadas ciudades. Acababa de nacer un nuevo perfil de consumidor urbano con buenas posibilidades económicas, así que ya solo faltaba un detalle: llevarle el producto desde la costa hasta el interior en condiciones y sin que el coste del desplazamiento lo convirtiese en algo inasumible. Y en ese reto tuvo un papel fundamental alguien del interior, el ourensano Eduardo Barreiros.

El Barreiros 'pescadero' y el tren 'pescadero' llevaron marsico fresco a toda España a partir de los 60


De su fábrica salió en el 63 el Super Azor, un camión para competir con el Pegaso Comet y que daba el salto hasta las 10 toneladas de carga. Podía incorporar además remolques isotermos o frigoríficos, un avance que circulaba por las carreteras de Francia desde los años 1952 y 1955 y que, al saltar la frontera años después, revolucionó el transporte de pescado y marisco en España. Más rápido, potente y cómodo, el vehículo de Barreiros llegó a ser apodado de el pescadero e inundó la red viaria que el Gobierno de Franco había mejorado con el plan de asfaltados activado en los años 50.

De forma paralela se modernizaron las vías de tren y en 1958 se estrenó la nueva línea de Galicia con Madrid. Fue entonces cuando se puso en marcha, con una locomotora Alco-1.800, el ‘tren pescadero’, que salía a diario cargado de las lonjas de Vigo y A Coruña para abastecer el mercado madrileño de Puerta de Toledo, recuerda el ingeniero y experto ferroviario Luis Baamonde. Tenía vagones refrigerados y su importancia era tal que, al igual que el ‘tren lechero’, tenía preferencia en las vías sobre los convois de pasajeros.

Así que en la costa se acabó de repente la vieja costumbre de abonar las huertas con centollos o percebes, que fueron cediendo su espacio a las algas. Con camiones y trenes más potentes y mejores vías de comunicación, la odisea de consumir casi un día en viajar a Madrid pasó a la historia. El marisco y los buenos pescados navideños —besugo, rape o lubina— llegaron poco a poco a aquellos lugares donde antes solo podían acceder a especies de río u otras de mar como bacalao o congrio conservados a través de procesos de salado o secado para resistir travesías tan largas.

A la sombra de este nuevo mercado se desarrolló toda una industria que floreció a lo largo de los años 70 y 80. Sin embargo, a medida que se fueron incrementando la presión y la tecnología pesquera, los recursos fueron menguando, por lo que el mercado cumplió su máxima: a menos oferta, más precio, especialmente en fechas clave en las que se disparaba la demanda, como la Navidad. Para colmo, llevarlo a las grandes plazas urbanas de España añadía coste a un producto ya de por sí caro.

Por eso muchos mariscos iniciaron en esos años una escalada de precio que todavía se sostiene hoy y que solo se logró contrarrestar ligeramente con la irrupción del congelado, que fue quien democratizó este producto en las mesas de Nochebuena de nuestro país. 

Llegados a este punto, lo que ocurrirá en el futuro es una incógnita. En los años 80, cuando comprabas nécoras en la lonja te regalaban siempre algunos santiaguiños, crustáceo hoy escasísimo que rara vez cotiza por debajo de los 100 euros el kilo. Eso invita a pensar que cada Nochebuena seguirá habiendo marisco en muchos hogares, pero importado o congelado; el autóctono, sin embargo, será cada vez más difícil de encontrar. Porque igual que hace 50 años desapareció de las huertas, quizás en otros 50 desaparezca de las mesas; bien por su elevado precio o bien porque, simplemente, ya no quede en el mar.