Opinión

Un naufragio espiritual

Este verano he leído muy poco, pero he leído ‘Si esto es un hombre’, el famoso libro de Primo Levi sobre su paso por Auschwitz

LÓGICAMENTE, cuando uno comienza la lectura del testimonio de un prisionero de un campo de concentración nazi, sabe a lo que se enfrenta. Yo me lo esperaba tremendo, una sucesión de escenas espeluznantes y demenciales en su crueldad. Y, sin embargo, este libro no es así; hasta el punto de que al principio incluso me decepcionó. He leído cosas y visto películas bastante más descarnadas, más crudas e impactantes; y no solo eso, sino que me parecía que, si no conociese yo ya con antelación cómo fue aquello, la lectura no me habría bastado para hacerme una idea clara de los lager. Los primeros capítulos resultaban insuficientes para entenderlo. Quizá es que con ese tema ya estamos curados de espanto. Como mis hijos con las películas de miedo, que ya no lo son si la adrenalina desciende a niveles normales durante más de un minuto en algún momento. Quizá hemos visto cosas tan inconcebibles que todo lo que no sea un continuo grito desesperado, que no nos muestre una situación absolutamente infernal, casi nos parece asumible.

Y no, claro. Lo que ocurre es que Levi habla desde dentro y solo de lo que él, como preso, como preso esclavo, conocía. Y aunque veían muestras de crueldad, y las temían, aunque siete de cada diez de ellos morirían, todo aquello, incluso las ‘selecciones’, parecía difuminarse en un segundo plano, en una amenaza de fondo medio borrada por las miserias y penosidades del día a día: el agotamiento, el frío y, sobre todo, el hambre.

El hambre, que convertía cada jornada en una lucha cuyo único objetivo era conseguir comer algo más. Hasta rebajarlos a un estado de calamidad tan terrible que, como él dice, no estaban ni en condiciones de ser «infelices a la manera de los hombres libres». No podían. No podían ni sentir pena por tanto dejado atrás, ni siquiera por sus seres queridos, algunos perdidos allí mismo ante sus propios ojos. Porque habían caído demasiado bajo. Habían dejado de ser personas capaces de centrarse en algo más que en remendar un agujero de su ropa o en convencer a un preso privilegiado de que les permitiese rebañar su escudilla. Habían dejado de ser personas. Solo cuando estaban mínimamente saciados podían llorar por sus madres y mujeres.

Y es que Levi no abunda en los habituales datos y casos de brutalidad y sinrazón a los que nos tiene acostumbrados el cine —por ejemplo, cuenta que apenas tenían relación con los soldados; que allí todo quedaba entre presos, los favoritos y el resto, los häftlinge—, pero en cambio da detalles muy concretos sobre la vida en los campos —cómo dormían, se vestían, comían y trabajaban—, para poco a poco ir deteniéndose en lo que todo eso les provocaba, en el efecto que en ellos tenía aquella situación, como hombres —apenas habla de mujeres, porque no compartían campo, excepto unas pobres desgraciadas escogidas para ejercer de esclavas sexuales de los kapos—. Y es entonces cuando el libro, para el lector de hoy, gana en interés, cuando Levi reflexiona, con nombres reales y a partir de sus propios recuerdos, sobre el daño psicológico -qué insuficiente resulta ahora esta expresión, frivolizada por su abuso, la degradación moral, la pérdida de la dignidad a la que asistieron, que sufrieron. Cuando él, que se recuerda un año antes en Italia, que se sabe un digno doctor en Químicas no hace tanto, que consultaba libros de autores que siguen existiendo al otro lado de aquel alambre de espinas, deja constancia de la ignominia en que se convirtieron sus vidas. Cuando confiesa que compartieron cama con cadáveres y esperaron a que alguien muriera para arrancarle de la mano su ración de pan. Cuando relata cómo, al quedarse solos poco antes de la liberación, ya sin alemanes, siguieron allí, tirados junto a las brasas del suelo, sin atreverse a cruzar la valla, sin fuerzas para nada, para nada.

¿Y qué hacemos con todo eso, ahora?

El propio Levi dice que lo que tan ajeno e inimaginable nos parece, aquella degeneración social que dio lugar o al menos aceptó un crimen tan aberrante y a tal escala, en realidad no es tan lejano ni tan inconcebible. Que fue protagonizado por gente corriente dispuesta a escuchar y, en última instancia, a seguir a líderes mesiánicos portadores de una verdad que ellos deseaban creer. Y hace una demanda curiosa: que renunciemos al carisma y las promesas, a las revelaciones, y nos contentemos con las conclusiones discretas, poco espectaculares pero seguras del estudio, el trabajo y la razón. No está mal.

Tampoco estaría mal comprender que nunca se puede esperar menos de una persona que cuando se le despoja de la dignidad. Levi cuenta que el primer rasgo de humanidad que recuperaron, los días finales, fue decidir compartir la comida con los más enfermos; algo que poco antes habría sido impensable. Porque era impensable que se comportaran como hombres. Ya no lo eran. Los habían convertido en otra cosa.

Es una imagen fácil de entender, y bastante útil.

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