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Negritos

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXA
photo_camera Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXA

Una de las ventajas de haber estudiado en un colegio católico —lo que vulgarmente se conoce como un colegio de curas— es haber desarrollado un poderoso sentido de la caridad, amén de aprender a persignarse con una prestancia propia de un futuro obispo. Allí, cada cierto tiempo, se organizaban diferentes actividades recaudatorias que iban desde el acopio voluntario de alimentos hasta el vaciado inducido de bolsillos, siempre en nombre de aquellos negritos esqueléticos que nos mostraban en luminosas diapositivas. "¡Se los comen las moscas!", le decía yo a Miriam con el gesto crispado y levantando las manos al cielo, como si estuviera solicitando amparo al de la planta alta. "¡Dios mío, dios mío!", lo interpelaba una y otra vez mientras, en la pantalla, se proyectaba la foto de una niña con la boca llena de llagas: así comenzaron mis dudas sobre la buena prensa de Dios.

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXALlegó entonces el día del Domund, por decir algo. Había tantos días para demostrar las bondades de nuestro buen corazón que terminé por olvidar hasta los títulos. A uno de los curas, "evitaré decir su nombre por razones que no vienen al caso", se le ocurrió una idea de lo más peculiar, al menos para mi refinado gusto: una enorme pintada en el centro del patio donde se iban depositando monedas, una al lado de la otra, hasta rellenarla con el tono dorado y plateado de las añoradas pesetas. "Dios ayuda", se podía leer en una caligrafía más que decente, perfilada a golpe de tiza. Recuerdo que muchos de mis compañeros incluso aplaudieron el ingenio y la destreza de aquel sacerdote, pero yo no quedé tan conforme como ellos así que, a la primera ocasión, me hice con un trozo de cal e introduje una coma en el enunciado: "Dios, ayuda".

Una hora después estaba sentado frente al despacho del director, denunciado por algún imbécil que ni siquiera sabría recitar el Salve de corrido, algo en lo que yo era un verdadero especialista: la traición, a esas edades y en esos entornos, estaba a la orden del día. "Estará contento con su última barrabasada", me dijo el hombre aquel mirándome por encima de las gafas, como si me estuviera tirando el plomo para encargar una cruz a medida. Lo de barrabasada no me pareció del todo mal. A fin de cuentas, yo era un estudioso de la biblia y el adjetivo me pareció aceptable dadas las circunstancias, insultante pero aceptable. Y en esas estaba, a punto de abrir la boca para explicar mi postura, cuando intuí una sombra que se acercaba por mi espalda y me calzaba una hostia de padre y muy señor mío. "¡El anormal de siempre!", atronó una voz que no reconocí en un primer momento, impedido por el zumbido en el oído que me causó el brutal impacto.

Ni siquiera se valoró mi correcto manejo de los signos de puntuación, algo a tener en cuenta en una época donde algunos de mis compañeros todavía se debatían entre acentuar o no las mayúsculas. "Esto es un abuso de autoridad", dije cuando recuperé la compostura. Y entonces voló la segunda hostia, que el director encajó con una sonora palmada, como si estuviera viendo un combate por el título de los pesados entre Sonny Liston y un imbécil de diez años untado por la mafia. De aquel despacho salí con la cara del revés, la fe hecha añicos y un cepillo de púas en las manos para borrar la coma de la discordia.

Esa misma tarde, aprovechando otro castigo, robé todas las monedas de la famosa pintada y le regalé a Miriam tantas piruletas que yo no sé cómo no me pidió que fuera el padre de sus hijos, al menos de los no diabéticos. "¿De dónde sacaste el dinero?", me preguntó. Quise decirle que de Dios, pero tampoco me fiaba de que supiera mantener la bocaza cerrada, así que improvisé una excusa mucho menos incriminatoria: "se lo robé a mi madre", respondí. Durante unas horas fui un héroe para aquella niña de ojos risueños y alma de terrorista pero, la verdad, como suele suceder a menudo, cayó por su propio peso. Cantó el quiosquero, otra vez regresé al despacho del director y de nuevo fui noqueado en el primer asalto, sin apenas tiempo para armar la guardia. "Espero que hayas aprendido la lección", dijo el director apoyando las manos sobre la mesa. Y yo, que nunca he pensado demasiado las cosas antes de decirlas, contesté: "sí, bwana". Todavía hoy me estremezco al recordar el énfasis que puse en aquella coma y el dolor que sentí al comprobar que a Dios le importábamos un comino los negritos.

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