Blog | Ciudad de Dios

Permiso para regresar

CADA DÍA BAJO MÁS temprano a recoger el periódico por miedo a que me descubran. Toda precaución me parece poca: espiar tras la puerta, comprobar que nadie ha llamado al ascensor, evitar las horas punta, llevarme a uno de los gatos como señuelo… Han sido tantos años robándoselo a mis vecinos que no termino de sentirme cómodo en estas lides, poco importa que ahora pague religiosamente una suscripción. "¿Has bajado ya a por el periódico?", pregunta ella mientras pone a carburar la cafetera. La vida no da respiro al delincuente.  

Había dejado programada la alarma del móvil para las siete de la mañana, como si trabajase en una multinacional o tuviera cita para renovar el carné de conducir. La mayoría de la gente se limita a decir que ha puesto el despertador para tal o cual hora, pero yo prefiero decir que programo el móvil. "Tengo un título de FP en equipos de gestión, sé lo que me digo", respondo airado cuando algún listillo trata de corregirme. Por lo general quedo como un imbécil, lo sé, pero cualquier humillación resulta menos dolorosa que reconocer el hecho de que he malgastado el dinero que mis padres ofrendaron a la buena educación. Ellos, como tantos otros, se habrían dejado cortar un brazo porque su hijo fuera a la universidad y honrase el blasón familiar con algún título de relumbrón. A los padres con hijos titulados se les reconoce enseguida porque entran a los sitios con la cabeza alta, buscando conversación con cualquier desconocido para presumir de su santa estirpe. A los míos, en cambio, se les detecta con idéntica facilidad pero por características muy diferentes: visten ropas anchas, usan 
nombres falsos, miran siempre al suelo, se inventan sartenes al fuego o nietos abandonados en el coche para salir pitando cuando alguien les pregunta por su heredero… Ni siquiera nietos les he dado que sostengan sus mentiras, maldita sea mi estampa. Todo esto lo pienso mientras me pongo un gorro de lana y detengo la alarma del móvil: comienza el espectáculo.

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXA

Por la mirilla no se ve nada, vivo prisionero de los materiales de construcción baratos. Una vez creí distinguir a dos estudiantes de Enfermería con blusas escotadas, vendiendo rifas o galletas, y resultaron ser testigos de Jehová. Con todo el cuidado del mundo, abro la puerta y echo un primer vistazo antes de recogerme otra vez y realizar mis cálculos: Don Luís, el cura que vivía en el D, se murió hace unos meses, así que no debería suponer ningún peligro; a los del A y el B no los conozco, pero tampoco se escucha ningún ruido tras sus muros, buena señal. Salgo. El ascensor está tan apagado como Helena de Troya al pasear por el campo de batalla y comprobar las consecuencias de sus actos. Pista libre para descender por las escaleras al galope, agarrar el dichoso periódico y volver a casa saltando peldaños de tres en tres. Todo va bien hasta que resbalo y caigo como un saco de cemento, con un ruido tan sordo que me percato enseguida de que ni para partirme la crisma valgo. Qué gran verdad esa de que en el mundo tiene que haber de todo, es el único cabo que todavía me ata a la vida.

De regreso, magullado pero con el objetivo cumplido, tiro el botín sobre la mesa y busco alivio para mis doloridas nalgas en la nevera. "¿No hay hielo?", preguntó furioso. "¡El hielo se guarda en el congelador, imbécil!", responde ella desde la otra punta de la casa. Tiene un sexto sentido para detectar mis movimientos sin estar presente, no sé cómo lo hace. Su naturaleza vulcaniana aflora en todo su esplendor cuando la veo aparecer por la puerta de la cocina con un gel en la mano que empieza a extender sobre la zona magullada sin necesidad de preguntar dónde me duele. Frota exultante, consciente de su enésima victoria. Derrotado, me vuelvo a la cama arrastrando los pies y ya casi he cazado el sueño cuando entra en la habitación blandiendo el periódico en la mano y la mueca en la cara: "¿En serio has cogido el periódico de ayer?", pregunta. Yo suspiro, entre otras cosas porque me duele el culo, me duele la cabeza y también el alma. Entonces giro sobre mí mismo, me retuerzo como un calamar al que le extraen la vaina en vida, agarro el mando a distancia y, muy digno, le digo: "Pero para qué tenemos tres televisiones en esta casa, vamos a ver". No me contesta.

Debe estar enfadada o es que simplemente comunica, solicitando a la Enterprise permiso para regresar: larga vida y prosperidad, amor.

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