Algún día nos preguntarán cómo empezó todo y tendremos que mentir. Improvisaremos sobre la marcha, como es costumbre en esta generación nuestra de charlatanes y faranduleros, pero nada de lo que digamos tendrá mucho que ver con la realidad, supongo: que si las primeras noticias llegaron de China, que si Lorenzo Milá trató de tranquilizarnos cuando el virus se instaló en Italia, que si Sanxenxo y Panxón se llenaron de madrileños... Algo por estilo. Difícilmente recordaremos qué hacíamos en el preciso instante en que tomamos consciencia de la amenaza, del desafío colectivo al que nos enfrentábamos, porque la memoria necesita de hechos terribles y tangibles a los que anclar nuestros recuerdos y el anuncio de pandemia solo concede una promesa de tragedias a posteriori. El primer miedo, como las mañanas de niebla, se manifiesta siempre en tonos grises, apenas perturbadores.
Lo que sí recordaremos –y con todo lujo de detalles, además– serán estos primeros días de confinamiento: forzado en algunos casos, voluntario en su mayoría. Echaremos la vista atrás y volveremos a ver, nítidamente, el congelador lleno de pizzas, las alacenas rebosantes de arroz y pasta, latas de conserva, botes de café y caramelos Sugus. Recordaremos, claro, el papel higiénico colocado con tanto mimo sobre la estantería del baño que casi daban ganas de morirse para que nos enterrasen en él, hermoso como una pequeña pirámide egipcia, nuestro tesoro escondido en la Isla del Esqueleto. Y la perspectiva de los bares cerrados, claro... No habían pasado ni 12 horas del toque de queda y ya estaban mis amigos preguntando cuándo volverían a abrir mis padres el suyo. Yo, lo que no creo que olvide jamás, serán esos ratos a solas junto a la barandilla de un patio interior, fumando, pensando en si alguna vez regresará el mundo tal como lo conocimos y cotilleando los balcones de mis vecinos.
El del tercero izquierda, por ejemplo. Me llama la atención la complejidad con que se disponen todos sus elementos. Hay un recogedor y una escoba encaramados a una bombona de butano, en un ejercicio de equilibrio que parece imposible y, sin embargo, ahí están día tras día, sin desviarse un solo milímetro de su posición original. También juega con el peligro una gamuza medio sucia que se asoma al vacío por la barandilla, sujeto a ella por algo similar a la lealtad institucional. Del tendal cuelgan diferentes tipos de sujetadores que se van renovando cada dos o tres días pero ni una sola braga, como si su dueña se tomara la molestia de gestionar el pudor por parroquias. Y luego está el perro: un galgo que gusta de mirar el mundo con la cabeza metida entre los barrotes; a veces del derecho, otras del revés.
En el segundo derecha viven dos emigrantes rumanos que antes organizaban fiesta los jueves y ahora todos los días, consecuencia lógica de quedarse en casa cuando uno está tan lejos de la suya, de la matriz. Suben el volumen de la música a eso de las cuatro de la tarde y por todo el edificio se filtran esos sonidos populares zíngaros que me empujan a elucubrar con la inmortal Ana Kiro protagonizando su propia película de Emir Kusturica. Dan ganas de soltar un "ey, carballeira!" pero no lo entenderían y me gusta pensar que les caigo bien. Un día traté de contar los pares de botas, zapatos y zapatillas que acumulan en su balcón, visiblemente abandonados, pero me perdí en aquella marabunta imposible de tejidos, colores y desprecios. Cuando salen a fumar me saludan con esa carilla colorada que tanto me recuerda a los borrachines de Velázquez y yo les hago una pequeña reverencia con la cabeza, por si acaso son príncipes en el exilio o algo por el estilo. Nunca se sabe. La del primero se ha ido. Se plantó en la puerta de casa muy dicharachera, poco antes de la llegada del virus, anunciándose como la nueva propietaria y prometiendo una cordialidad que incumplió a las primeras de cambio. Primero protestó por el perro del tercero, luego por las fiestas de los rumanos y, casi al final, por el humo de mi tabaco. La persiana siempre está echada y la planta que colocó orgullosa en el alfeizar cuando llegó ha empezado a marchitarse. Yo intento regarla desde mi particular atalaya pero con poco éxito. Alguna gota de los vasos de agua que hago correr por la pared cae en su maceta pero, a tenor de su aspecto, no las suficientes. Al galgo le da tanta pena la pobre planta como a mí (me he fijado en que los dos la miramos con la misma cara de culebrón venezolano).
Somos, además, los únicos que salimos a aplaudir la labor impagable que están realizando nuestros sanitarios, él con las orejas. Se podría decir que el confinamiento y el patio interior nos han convertido en cómplices, buenos amigos de los que se echarán de menos cuando todo esto acabe y volvamos a contemplar el mundo de abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo. Quizás sea eso lo único que recuerde en el futuro, cuando alguien me pregunte cómo comenzó todo aquello del coronavirus: contestaré que un día, sin apenas darme cuenta, mudé la perspectiva.