Opinión

No hay prados en Cádiz

Cádiz es, con el permiso de Santiago, la ciudad que más me gusta de España.

NO SÉ SI tiene mucho sentido hablar de una ciudad andaluza en un suplemento cultural publicado a mil kilómetros de allí, pero no nos cuesta hacerlo sobre París o Nueva York, y están más lejos. Si yo no fuera gallego y no tuviese aquí todo mi andamiaje afectivo, querría vivir en Cádiz.

La ciudad, de Puerta Tierra para dentro —es decir, lo que para un gaditano es Cadi Cadi —, es una maravilla. Sin apenas edificios modernos, gracias, a causa o por culpa de una pobreza que ya dura más que décadas, todo guarda una armonía envidiable, aunque cambien los barrios: los hay pobres, como el Pópulo, con sus placas a Jorge Juan como en Ferrol, y barrios ricos con plazas coloniales con ficus gigantes, vestigios de una época de prosperidad, cuando por Cádiz entraban todas las riquezas que llegaban de América. Hay un Parque Genovés y una alameda, la Alameda Apodaca, con bancos de azulejos y un murete salpicado de farolas que da a la bahía. Esa bahía de agua verde que resplandece al fondo de casi todas las calles largas y estrechas, flanqueadas por casas con patio y balcones con galerías, de paredes de piedra ostionera. En el marco de los portales, como en la fachada de la catedral, se pueden ver fósiles de conchas. Y, en San Felipe Neri, las placas de los diputados -incluidos los de ultramar- de las Cortes de Cádiz, que tan poco duraron.

En el otro extremo, entre la niebla, un granjero inglés trabaja la tierra con corbata. Un granjero inglés de Dorset que, en 1941, y en contra de lo que le manda el gobierno, no quiere arar uno de sus prados, el prado por el que paseó con su mujer cuando compraron aquella finca y que, en primavera, tendría que verlo usted, se pone simplemente precioso. La película se titula The land girls, aunque se ha traducido como Amores en tiempos de guerra, como si siguiéramos pensando que hay que explicar los argumentos en los títulos. Cuenta la historia de tres de las muchas mujeres, casi todas de ciudad, que durante la IIGM se fueron a trabajar a las granjas británicas para hacer las labores de los hombres que se habían marchado a la guerra.

Todos los que hemos vivido allí sabemos que, de cerca, Andalucías hay muchas; y la personalidad de Cádiz es única

La sobriedad inglesa, la procesión por dentro por excelencia, frente a la vida hacia fuera, la gracia y la chirigota. Todos los que hemos vivido allí sabemos que, de cerca, Andalucías hay muchas; y la personalidad de Cádiz es única. En la playa de la Caleta he visto una docena de personas sentadas a la mesa, en medio de la arena, comiendo una tarta de cumpleaños, y otra mesa Lack verde pistacho llena de las tazas del café de las marías, cada una en su silla, protegida del sol con su sombrilla de cochecito de bebé sujeta al respaldo. Y también a dos catedráticos retirados tomando un helado en la calle Ancha, o charlando con Juan Manuel, el dueño de la librería Manuel de Falla. Y en la Plaza Mina, en cuyo museo duermen los dos sarcófagos fenicios más importantes de Europa, los fines de semana al mediodía la gente toma cucuruchos de camarones y cerveza en los bancos.

Una de esas chicas, interpretada por Catherine McCormack —¿recuerdan a la infortunada esposa de Braveheart?—, me encanta. Es buena e inteligente. Muy guapa, además, pero buena e inteligente, decía. Pausada pero voluntariosa, la cara del Keep calm and carry on. Con la calma aparente que solo da, supongo, la serenidad interior. Una mujer activa en el trabajo y contemplativa en el ocio. Admiro a las personas que no necesitan hacer nada para hacer algo, que normalmente no quieren más que mirar a su alrededor. Me gusta esa tendencia a la reflexión, a la introspección, a hablar lo justo.

Nadie que haya vivido en Cádiz diría que allí se habla solo lo justo. Y, sin embargo, quién sabe si todo ese cachondeo gaditano no es más que otra forma de tragarse las penas, que no deben de faltar en la capital de provincia con mayor paro desde hace ya no se sabe cuánto. Porque en ese murete de la alameda he visto familias de tres generaciones esperando a ver si picaba la cena.

A veces somos lo suficientemente complejos como para que lo que nos gusta no tenga nada en común

No tenemos por qué ser lógicos en nuestras preferencias, ni lo que nos atrae tiene que formar un todo coherente. A veces somos lo suficientemente complejos, lo bastante sofisticados, como para que lo que nos gusta no tenga nada en común, aparte de cierta belleza que solo vemos nosotros. 

A veces no sabemos qué preferimos, si sentarnos en un banco de la Plaza Candelaria o en un prado inglés que en primavera se pone, simplemente, precioso. Por suerte, imaginar, lo podemos imaginar todo a la vez.

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