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Sino la soledad del mundo

DE PRONTO, el dolor empieza en la espalda, como si alguien tirase de ella con algo invisible para corregir la postura. Una vez que está erguida, sentada en el sofá, viendo las noticias, o en la silla de la cocina, a punto de desayunar, ese tirón continúa y la presión aumenta. Venga de donde venga, no le permite respirar con facilidad. Poco después comienzan a pesarle las piernas, como si alguien pusiese encima una carga muy muy pesada. Es en ese momento cuando ella deja de hacer lo que estaba haciendo y, con el mando de la televisión en la mano o la tostada con mermelada o la taza de café, inicia una serie de movimientos con los brazos, bastante desesperados, que parecen súplicas. Si, en ese momento, un rostro, desde alguna ventana, la estuviera observando, con esa perspectiva diferente que ofrece la lejanía, pensaría que se ha puesto a bailar o a rezar o a llamar a alguien. Habría concluido que es una persona harto expresiva. Si se acercara un poco más, observaría en su cara un rictus de sufrimiento. Y de miedo. Y ya no sabría qué demonios pensar a partir de ahí.

Pero no hay nadie detrás de ventanas imaginarias. Está sola. La opresión en el pecho no parece proceder de ninguna parte o, por el contrario, de todas las partes a la vez. Piensa: "Es un ataque al corazón". Y al mismo tiempo, piensa: "No puede ser un ataque al corazón". Ella es joven, si es que la gente de mediana edad todavía se considera joven. En este instante, con lo que le está ocurriendo, no se atrevería a definirse así. Lo que sí es cierto es que no es mayor, no padece enfermedades, sigue una dieta equilibrada y hace algo de deporte. Siempre se había considerado una persona saludable. Hasta ahora.

Intenta tranquilizarse, sin embargo, lo que consigue, es que el corazón aumente el ritmo. Se pregunta a qué se deberá todo esto. La mente se ha convertido en un campo minado y sus ideas son soldados de cualquier guerra o niños después de cualquier guerra jugando —allí— al fútbol. Pese al peligro inminente, la planicie está ahí delante, expuesta, tentando. Y la adrenalina funciona, ese éxtasis derrotado de la batalla o el juego. Los harapos de la normalidad. Ahora mismo, los pensamientos corren o huyen en línea recta, el camino más corto para cualquier cosa. También para la muerte. Piensa lo siguiente: "Lo que me pesa no soy yo, es la gente; lo que me invade no soy yo, es el hastío de una sociedad injusta, perdida; por veces, por muchas veces, repulsiva. Lo que me pesa no es mi soledad, sino la soledad del mundo; lo solitario del vivir, esa condición que no has pedido ni quieres abandonar; lo que me pesa no es mi suerte, o mi mala suerte, o mi inexistente suerte. Es la de los demás, que exponen la suya en escaparates de luces brillantes. Lo que me pesa no es mi angustia por no saber, por no poder, por no querer, por cansarme, sino la ligereza de los demás por saber, por poder, por querer, por no cansarse. Su ausencia de zozobra ante la vida. O lo que a mi me parece ausencia, que puede ser presencia, pero con tan poco peso que no es percibido desde fuera". Entonces llora. Pero raro. Como si no supiera y estuviera imitando lo que vio, una vez, en algún sitio. Son lágrimas que estallan despedidas de un interior en rebeldía. Lágrimas que también duelen al ser lanzadas así. Ella no sabe lo que le pasa. No se reconoce y, al mismo tiempo, tiene la certeza de que es más ella que nunca. El pavor que siente no se relaciona con nada y, sin embargo, sale de sus dedos, de sus pestañas, de sus rodillas. No lo entiende. El acto de salir, piensa, debería llevar aparejado el de liberación. Por el contrario, aquí nada funciona como se supone que debería funcionar. Sale para existir fuera y echarse encima de su cuerpo, con el peso del mundo y del tiempo. Ella lucha, al principio, por escabullirse, aunque su naturaleza inconstante le impide hacerlo más allá de unos pocos minutos. En, pongamos, una hora, está inundada, enredada, aplastada, por una carga que sale de ella para volver a ella y lo único que se pregunta es: "Por qué a mí".

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