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Sueños

SIMÓN TIENE once años y dice que, de mayor, quiere ser cirujano plástico. Es el único hijo de unos amigos que llevan lo que casi todo el mundo calificaría como una buena vida, con su chalet adosado a las afueras de la ciudad, dos coches, un perro del tamaño de un oso y tantos viajes a sus espaldas que tienen que mirarse la una al otro cuando alguien sugiere un destino, simplemente para asegurarse de que ya lo han visitado. Yo, a la edad de Simón, soñaba con ser basurero. Me parecía que no había nada más divertido que ir colgado de la parte trasera de un camión, recorriendo carreteras y caminos en compañía de algún camarada y gritando como un zulú mientras arrojaba bolsas al estómago de la bestia, siendo feliz a mi antojo. No recuerdo en qué momento comenzó a parecerme aquello un mal negocio: soportar la peste que emana de la basura, trabajar de noche, sufrir las inclemencias del tiempo, maniobrar en la vida con un sueldo apenas decente... Cuando estaba a punto de terminar el instituto, ya había decidido que seguiría con el negocio familiar para disgusto de mi madre.

Que un niño de la edad de Simón quiera ser cirujano plástico es algo que me maravilla y asusta a partes iguales. Sus padres, preguntados por semejante anomalía, me aseguran que ellos no tienen nada que ver en ese sueño extraño, un objetivo tan madurado que el propio implicado explica con razones de adulto: "se gana mucho dinero", dice, "y ayudas a la gente a sentirse mejor con su cuerpo". El otro día lo descubrí examinándome la nariz, lápiz y papel en mano, para algarabía de los allí reunidos. Desde un punto de vista amable se podría concluir que el muchacho no me ve del todo feliz con mi actual aspecto, lo que habla de su buen corazón y de mi poco agraciado perfil, pero desde cualquier otro dan ganas de meterlo en una lavadora, elegir la función de centrifugado y dejarlo allí hasta que empiece a comportarse como un niño normal de once años, de los que se rompen el brazo cayéndose de un árbol o imitan a Messi en el pasillo de casa.

Albert Rivera bien pudo haber sido un niño como Simón, otro mocoso con ínfulas que a los once años ya soñaría con gobernar España, Andorra, Marruecos y el norte de Portugal. Puestos a soñar, que mejor que construir un nuevo imperio y postrarlo a tus pies de antemano. Hasta nombre de emperador tenía el elegido: Alberto Carlos. Cualquier otro al que sus padres hubieran otorgado semejantes galones desde la partida de nacimiento soñaría con ser lateral izquierdo del Fútbol Club Barcelona y la selección brasileña pero no nuestro, que terminó encontrando en los planes dinamitadores de Arcadi Espada y otros intelectualoides catalanes el trampolín perfecto hacia su destino. Lo rozó con la punta de los dedos pero se le desmoronó el mundo bajo los pies de tanto pisotear sus propios ideales, como un bailaor flamenco enfurecido.

En sus últimos estertores como líder de Ciudadanos, los cachorrillos de perro le olían a leche e incluso fue capaz de blandir un adoquín ante las cámaras de televisión, como un cantero trajeado. También invitó al país a escuchar el silencio, una diablura poética que terminó volviéndose en su contra la noche del 10 de noviembre. De los 57 diputados logrados tan solo ocho meses antes, conservó 10 y al día siguiente presentó su dimisión. Poco sabíamos de él en los últimos tiempos más allá de su romance con la artista de variedades Malú y una futura paternidad, la segunda para el niño de los sueños imposibles, hasta que esta semana decidió convocar a la prensa para anunciar que había encontrado trabajo. Hay gente, como Albert o como el pequeño Simón, que solo saben pensar a lo grande.

Tal y como transcurre mi vida, no conviene descartar la posibilidad de que algún día necesite de las habilidades de ambos. Un buen cirujano plástico y un abogado de postín pueden mejorar las perspectivas de una persona cuando todas las cartas parecen jugar en su contra... Y las mías parecen marcadas desde aquel día que opté por la seguridad de los negocios familiares a la libertad del camión de basura. De haber resultado posible económicamente, me habría cambiado el rostro entero el mismo día que colgué el cartel de se traspasa en la puerta del restaurante, avergonzado de haber gestionado tan mal lo que otros habían gestionado demasiado bien. Y como Albert, también habría podido convocar a los medios y explicar al país mis próximos movimientos, aunque estos fueran tan imprecisos que terminé escribiendo en los diarios por la sencilla razón de que jamás me lo planteé. Supongo que esto último se podría considerar una victoria pero sacar pecho es, siempre, el primer paso para que te lo partan. Puede que lo más inteligente siga siendo mantener un perfil bajo y conservar lo conseguido, al menos hasta que Simón cumpla su sueño y acumule la destreza suficiente para reconstruirme.

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