Opinión

Un poco mejor

Si uno está comiendo una tortilla de Betanzos, en una plaza al sol de otoño, ya tiene mucho a su favor. Y si somos dos, más.Si uno está comiendo una tortilla de Betanzos, en una plaza al sol de otoño, ya tiene mucho a su favor. Y si somos dos, más.

QUITANDO EL rascacielos que le plantaron en medio a finales de los sesenta, Betanzos es un pueblo precioso. El casco histórico, claro; siempre hablamos de los cascos históricos, del centro de las ciudades. Y es mejor cuanto más subes: si en lugar de quedarte en O Campo enfilas el Ayuntamiento y callejeas un poco, te das cuenta de lo bonitos que son los edificios, qué acogedoras las calles flanqueadas por galerías. Y, aun encima, tiene una oferta hostelera cada vez más apetecible, que sigue abarcando la mítica tortilla, el pulpo, el raxo y los pimientos, pero se ha abierto a alguna filigrana, como el bollo relleno de queso con ajo que tomamos de aperitivo. Después, eso, una mesa de madera en una placita, la del Andrade bueno, una caña y tortilla a reventar, de la de comer con cuchara, mirando los balcones sobre nuestras cabezas, la iglesia de Santa María del Azogue y la de San Francisco, soñando con los monjes de antaño y todo lo que habría pasado allí en estos seis últimos siglos.

Tiene que afectar, mirar por la ventana y ver otro país. Cada día, asomarse, ver el río y, al otro lado, el extranjero. Que resulta que es igual. Eso seguro que influye, que lo relativiza todo un poco; y eso es lo que ocurre en Tui, ese otro casco histórico grande y coherente, de cuestas de piedra, de callejuelas con rastro judío y catedral digna de capital de provincia del antiguo reino. Y la leche te la sirven en el café en la mesa. Pero el río, el río lo cambia todo: hay algo señorial en cualquier ciudad fluvial, algo señorial y lógico. Se ve en Tui, se ve en Valença y se ve en Viana.

Uno entra en Portugal y nota un cambio, aparte de las señales de tráfico. Son los azulejos y los campanarios, que se vuelven blancos y acaban en un bulbo, y una sensación como de tranquilidad. Tenemos la Fortaleza de Valença do Minho, esa joya, relegada a la condición de mercado de toallas, en una demostración de incultura. Es recogida de murallas adentro e imponente cuando domina la ribera, esa ribera extranjera. Como extranjeras son las dos orillas del Limia, en cuya desembocadura se asienta Viana do Castelo. Yo no había estado y me sorprendió, no me la esperaba tan bonita. Paseamos, callados, y después de una francesinha monstruosa y una bica nos marchamos, de vuelta.

Es verdad que hace falta sustraerse, cada vez más, a las hordas de turistas como nosotros, de peregrinos y de señores en casco y culot,

Una de las cosas buenas —no sé si hay más, la verdad— de no haber estudiado en Santiago es que no la tienes ya muy vista. Aunque vayas mucho, nunca has dejado de ser un visitante, y la curiosidad y el asombro no decaen: caminas por la Algalia, o cerca del Mercado, o recorres la Herradura o incluso haces la parada ritual en el Obradoiro, y todo sigue impresionándote. Aunque no llueva; pero además llovió. Andas y vuelves a dar a un rincón entre casas, con las ventanas enfrentadas y los portales cerrados, y sigue asombrándote tanta belleza. Es verdad que hace falta sustraerse, cada vez más, a las hordas de turistas como nosotros, de peregrinos y de señores en casco y culot, es verdad que la naturalidad de vivir allí, en la zona vieja, está en entredicho; pero supongo que aún es posible, que todavía puede uno pasear e ir de un sitio para otro sin tener la sensación de habitar un decorado. Nosotros, al menos, disfrutamos de nuestra habitación con vistas.

Con la edad, los viajes rápidos me van resultando menos interesantes. La visión turística, epidérmica, me sabe a poco, cuando no se ve directamente superada por un buen documental de Viajar. Desde hace tiempo echo en falta visitar los sitios que me atraen con la guía de alguien; de alguien que me enseñe, me lleve, me aconseje, me presente, me explique y consiga, así, hacerme entrever lo que es un lugar, su encanto real, su ambiente y lo que da. Entrever la vida allí. Vivir un sitio.

Y volvimos a casa. A la que ya es nuestra. Y nos sentamos y empezamos, supongo, a procesar lo visto. Y lo comido, espero. Y entonces sigue la vida, pero algo diferente, porque le hemos añadido las experiencias de dos días, muchas cosas bonitas, un par de ríos, una tortilla y un risotto, varias charlas contentos, besos nuevos y un paseo bajo la lluvia más.

La vida sigue, pero un poco mejor, tras esta tardía, corta y feliz luna de miel.

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