Blog | Que parezca un accidente

Un señor extraordinario

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA - copia
photo_camera Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA

HAN ABIERTO un hipermercado nuevo en mi ciudad. Lo supe el mismo día de su inauguración, en cuanto salí a la calle. Esas cosas se notan en el ambiente. Se podía advertir en el entusiasmo de la gente. En la forma nerviosa de mirarse los unos a los otros en la panadería, en la consulta del médico, en la barra del bar. Era la clase de agitación contenida que se experimenta ante lo excepcional. Como el momento antes de desempaquetar los regalos al amanecer el día de Navidad.

Aquella mañana yo me había despertado con la necesidad de aprovechar bien el día, igual que otras veces necesito justamente lo contrario. La vida es estar siempre necesitando algo, como escribía hace poco Mercedes Corbillón en alguna red social. La apertura de un nuevo hipermercado se presentó de pronto como una oportunidad irresistible. Algo así no sucede todos los días. Da lo mismo que en la misma localidad ya haya otros cinco establecimientos iguales. O diez. O treinta. Se trata de un lugar enorme, incluso desproporcionado, por cuyos gigantescos pasillos uno puede pasear y contemplar una infinidad de productos que, colocados uno tras otro, conforman una especie de museo frívolo de la cotidianidad. Me parecía difícil encontrar una manera mejor de emplear mi tiempo aquel día.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAMientras fumaba en el aparcamiento, apoyado en el coche, preparándome para acceder al recinto y disfrutar de la experiencia mercantil, un tipo peculiar apareció en su moto, dio una vuelta por el lugar y aparcó a mi lado. Lo primero que pensé es que se trataba de un hombre misterioso y carismático. Tal vez por su forma de fruncir el ceño. Había algo cinematográfico en el modo en que arrugaba la frente sobre los ojos. Toda su personalidad parecía provenir de su entrecejo.

Llevaba los pantalones moderadamente rotos. Lo justo para que pareciese algo deliberado. Tenía el pelo rubio, largo y alborotado y su barba era poblada. Lo seguí discretamente hasta una de las secciones de productos refrigerados y lo vi coger algo que parecía un batido de leche de soja. En ese instante me di cuenta de que seguramente se trataba de esa clase de tío. De los que recorren cientos de kilómetros en moto de madrugada y de repente se detienen en un hipermercado cualquiera para desayunar un batido frío de leche de soja. Se trata de un tipo muy específico de persona. Alguien diferente. Con una historia que contar. Alguien que, en ese momento, con su ceño fruncido, su moto, sus pantalones rotos y su batido de soja, parecía regirse por un código propio. Daba la impresión de ser diferente a todo el mundo. De ser único… Hasta que su imagen se rompió en mil pedazos cuando, de camino a la caja registradora, cogió un vulgar paquete de donuts. Como una persona común y corriente. Como un tipo de lo más normal.

Comprendí de pronto que aquel hombre era un hombre más. Alguien que se acababa de levantar y se dirigía a su trabajo, como todos. Con un aspecto cuidadosamente descuidado, como el de todos. Que probablemente había parado a comprar algo para almorzar a media mañana. Algo que a estas alturas ya se parecía más a un sencillo yogur bebible que a un batido de leche de soja. Y que el tipo pretendía acompañar con un par de donuts. Como cualquiera. Se habían esfumado el carisma y el misterio y hasta el ceño fruncido. No había nada en él que destacase. Nada lo hacía diferente a los demás.

Fue en ese momento cuando me di cuenta de que aquel señor era verdaderamente extraordinario. Me encontraba, con total seguridad, ante una persona profundamente normal. Una persona común. En 1927 la revista American Magazine se propuso encontrar al hombre más corriente de Estados Unidos. Aplicaron una serie de parámetros de búsqueda y determinaron que Roy L. Gray era el hombre más normal de todo el país. No sobresalía absolutamente en nada. En ninguno de los ámbitos de su vida. Era un caso irrepetible. En una época en la que todos queremos ser especiales, despuntar en algo, distinguirnos como sea de la aburrida y llana multitud, el tipo de la moto y los pantalones rotos podía ser perfectamente nuestro Roy L. Gray. Al verlo allí de pie, frente a la caja registradora, con su yogur y sus donuts, entendí que aquel tipo era tan asombrosamente ordinario que resultaba extraordinario. Ya no queda gente así.

Me fui a casa feliz. Aquella mañana me había despertado con la necesidad de aprovechar bien el tiempo y lo había conseguido. Por un lado, había reconocido a un tipo único. Y por otro, en la sección de frutos secos había descubierto que los anacardos en portugués se llaman «miolo de caju». Solamente con esto último ya habría dado por bueno el día.