Blog | Permanezcan borrachos

Usted qué mira

EN OTRA ÉPOCA, HACE mes y medio, te cruzabas con cien personas, o con mil, de camino a cualquier parte, y no las veías. Cómo las ibas a ver. Imposible. Llevabas algo metido en la cabeza, a lo que dabas vueltas, y esas eran todas tus vistas. Ellas tampoco te distinguían a ti. El mundo consistía en una suma de egos mezclados, el tuyo primero, a la vez que aislados. Cada uno iba a lo suyo. Normal, supongo, o quizá no. En esos días la recordabas y ganaba sentido la escena de ‘Charada’ en la que Cary Grant pretende entablar conversación con Audrey Hepburn en una terraza con vistas a un día de nieve, y ella alega que conoce ya a demasiadas personas, y mientras no muera alguna le resulta de todo punto imposible conocer a ninguna más. Te rozaban y ni siquiera te volvías. Así era la vida en aquel tiempo. Que alguien te tocase no significaba que existiese. Teníamos una idea sobre la cercanía nada amenazante, a diferencia de hoy. Para sentirte interesado en los demás no bastaba con estar próximo o cruzar las miradas.

Ilustración para el blog de Juan Tallón. MARUXA

Solo si eras muy observador reparabas en que alguien iba despeinado, o llevaba la camisa arrugadísima, o caminaba deprisa, o masticaba un chicle, o tenía las gafas sucias. Nos mirábamos y no nos veíamos, en general. Nunca estuvimos más cerca de pensar que los otros eran fantasmas. Nos daba completamente igual qué hiciesen, cómo se vistiesen, qué se dijesen, adónde se dirigiesen.

Ahora nadie va camino a cualquier parte, como antes. Apenas sí sales a la calle. Cuando sales, de pronto reparas en cada individuo que pasa cerca de ti, incluso lejos, como si fuese un asunto tuyo, mientras se establece en tre ambos un curioso juego de miradas, bajo las cuales se disimula siempre un diálogo secreto. Bajas a hacer la compra, por ejemplo, porque no tienes comida y la bebida se está acabando, y un vecino del edificio de al lado te mira con asco desde su ventana, como diciendo «ahí lo tenéis, de paseo, el hijo de puta». Llegas al supermercado y te pones a la cola que hay en la acera. Revisas la lista de la compra, para no venirte sin la mitad de lo que necesitas, y al acabar te fijas en la mujer que hay delante. Lleva puesta una mascarilla. Tú no tienes, a pesar de que intentaste comprarla en tres farmacias. Cuando se distrae, la miras como diciendo "seguro que es robada". En un momento dado ella te observa a ti. "Ni te acerques", parece decir.

De vuelta a casa, con dos bolsazas en cada mano, te cruzas con el mismo señor de hace media hora, que sigue paseando la barra de pan calle arriba calle abajo, así que lo miras mientras piensas "no somos tontos, oiga". Es curioso, porque él también te echa un vistazo a ti, y al hacerlo parece haber descubierto lo que pensabas, porque con su mirada te dice "métete en tus asuntos, gilipollas".

Su mirada es más fuerte que la tuya y parace afirmar: "Qué cabrón, tiene de todo, hasta perro"

Por la tarde, después de hacer puzles, ver dibujos animados, pintar con acuarelas y otras treinta cosas diferentes para entretener a tu hija, esta sigue asegurando que se aburre. Pero eso no es nada comparado con el momento en que te mira, desesperada, y pone los ojos en blanco. Nadie le ha enseñado. Es escalofrian te. Esa mirada solo significa una cosa: "¿Qué quiere el coronavirus? ¿Por qué no lo coge y se va, papi?"

A la hora de siempre, sacas al galgo a la calle. Te percatas de que el vecino de la mañana te vigila de nuevo. “¿Qué cojones miras? ¿No tienes nada que hacer? Pues haz pan con masa madre”, piensas. Su mirada es más fuerte que la tuya y parece afirmar: “Qué cabrón, tiene de todo, hasta perro”. A las ocho, sales aplaudir al balcón y ves todas las miradas del barrio juntas, en fila: las tristes, las esperanzadas, las asustadas, las aburridas, las desesperadas, las solitarias. Por la noche, bajas la basura, y el vecino, que ahí sigue, te observa desde la oscuridad, ahora con una mirada que declara: “Menuda sorpresa, también tiene basura”. Menos mal que llega la hora de irse a la cama. Es cuando tu pareja te mira diciéndote “qué harta estoy”, y tú la miras a ella y piensas “pues anda que yo”.