Blog | El portalón

Viñetas de llamadas

Durante el confinamiento lo que hago todo el día es hablar por teléfono

Hablo con mi abuela por videollamada. Hablo con la frente de mi abuela por videollamada, con su mentón, hablo con el dedo cobertor de cámaras de mi abuela por videollamada, hasta que mi madre le recoloca el teléfono y durante dos segundos hablo con su cara al completo. Quiere organizar una visita clandestina a sus hermanas, que la lleve mi tío, que sea muy rápida. Que tiene 94 años (tiene 93, pero redondea al alza desde no se sabe ni cuándo). Eso es lo que siempre aduce como argumento para todo: veo lo que dices pero subo mi apuesta y menciono mi edad, con eso debería bastar. No basta. "No se puede salir de casa, nadie puede salir, te detienen", le digo esta vez a su lóbulo y un trozo de cuello. Asiente. Regresamos entonces a la habitual conversación sobre el comer y la necesidad de no pasar hambre, peligro en el que supone que solo nos encontramos, sobre toda la faz de la tierra, sus nietos. 

Hablo con mi madre por videollamada. Con ella también practico el fraccionamiento facial pero por razones distintas. Hablamos por la noche, desde la cama y vamos escurriéndonos, escurriéndonos. Al final somos dos flequillos hablándose en la noche. Me parece que es un buen título para un programa de radio. Hablamos del humor que aparece estos días, de cómo apreciamos a la gente ingeniosa y animada que hace vídeos graciosos y memes. Dice que somos la monda y yo le digo que todo eso mismo se lo vi haciendo a los chinos e italianos antes. Esto la decepciona un poco, que no seamos pioneros en todas las nuevas vías del humor, que, pese a todo, se nos sale por las costuras. 

Da igual, a las dos nos reconforta que haya gente haciendo ese esfuerzo. Los que estamos en casa, sanos, o poco enfermos o aún poco enfermos tenemos cierta obligación de conservar la moral. Me reconfortan infinito nuestras charlas flequilleras, no haría otra cosa. 

Hablo con una amiga de Madrid que se ha contagiado. No le hacen la prueba pero el médico se lo diagnostica por teléfono por la clínica. Como tantos, tiene miedo por los otros, no por ella. Insiste en que se siente bien, que sus síntomas son leves y bromea sobre hacerle una review: "Covid-19, me esperaba más". Le exijo que me cuente con detalle su diagnóstico y cómo se siente. "Un 85% de pura preocupación amistosa y un 15% de interés informativo", le digo. Como me quiere, me consiente. 

Hablo con otra amiga que está convencida, desde antes del confinamiento, de que esto cambiará todos nuestros usos sociales, que dejaremos de besarnos y tocarnos con la alegría con la que lo hacíamos. La última vez que nos vimos, la pasada semana, nos tocamos con el codo, un saludo que es para verlo de lo espantoso que resulta. Su pronóstico me parece acertado pero me entristece. Le digo enseguida que, cuando esto pase, no sé a otros, pero a ella le daré un abrazo. Se lo anuncio como si estuviera haciendo una reserva en un restaurante, pidiendo cita. Asiente. 

Pierdo la cuenta de los sanitarios con los que hablo. Me admira que aún me cojan el teléfono, pero lo hacen. Muchos de noche o por la mañana, a horas a las que antes nunca hablábamos porque había consultas que atender o vida privada que ejercer. Los encuentro oscilando entre la certeza de que aquí los casos aún son manejables y la tristeza de todo lo que les llega de otros sitios de España, especialmente de Madrid, padecen por sus compañeros y los pacientes de sus compañeros. Todos tienen esa tensión expectante, la alerta del que sabe que lo peor está por llegar, algo de miedo y de ansia por hacer. Les doy las gracias por lo que hacen y porque me lo cuenten. Qué trabajo sería el mío si ninguno descolgara. 

Hablo por videoconferencia con mis compañeros en la redacción, los que aún no teletrabajan. Nos preguntamos qué tal lo llevamos y hablamos en italiano de Nescafé, una costumbre de creciente asentamiento. Todo es igual y distinto. Publicamos la primera alta de un paciente con coronavirus y ahora toca publicar la terrible noticia del primer fallecido. Nos despedimos saludándonos con la mano como si estuviéramos en otro continente y no a unas calles. 

Me quedan aún llamadas por hacer.