Oviedo

El arco de San Isidoro es una puerta a ningún sitio entra la vegetación del Campo o Parque de San Francisco. Rutina + arte + naturaleza = estampa perfecta
Catedral de Oviedo. VIAMAGICAE
photo_camera Catedral de Oviedo. VIAMAGICAE

La heroica ciudad dormía la siesta. Es por la mañana, de hora de la siesta nada, pero no se debe empezar ninguna descripción o relato de Oviedo sin hacerlo con las primeras palabras de La Regenta, la mejor novela española del siglo XIX, con permiso de Pérez Galdós y pese a su deuda con Madame Bovary. Tal piensa el viajero sentado al lado de la estatua de Ana Ozores, la Regenta, en la plaza de la catedral. Enseguida se corrige: dijo Oviedo y debiera haber dicho Vetusta, que así se llama la ciudad en la obra de Clarín y así es llamada aún bastantes veces.

Recorre el Campo de San Francisco, que cree que tal es el nombre tradicional del gran parque del centro de la ciudad. De estar equivocado en lo de campo, que le perdonen los carbayones, denominación con la que se conoce popularmente a los ovetenses, por un gran roble o carbayón que había en la calle Uría y que ahora tiene un heredero más humilde al lado del teatro Campoamor. Y carbayones también son unos típicos dulces que compró y se reserva para la cena. Delante del románico y romántico arco de San Isidoro, en pleno parque, una pareja le pide que les haga una foto con su móvil (el de ellos, no el del viajero): se arriman, juntan con mimo sus cabezas, posan y ya está: quedaron muy bien. El arco fue trasladado a tan sorprendente y acertado emplazamiento hace más o menos un siglo, al ser derribada una iglesia que estaba en la cercana plaza del Paraguas.

Vuelve a la catedral, admira su portada, entra a visitar la Cámara Santa con sus reliquias y eleva los ojos hacia la esbelta y única torre, desde donde Fermín de Pas, el Magistral, atraído sin confesárselo por la Regenta, contemplaba Vetusta como un halcón contempla la presa. En la plaza también hay dos grandes y nobles edificios que albergan el Tribunal de Justicia y una capilla muy visitada por los devotos, de la que lamenta no acordarse del nombre. La catedral de Oviedo, sin ser tan grandiosa como otras, tiene su encanto.

Sube al Naranco, pues nunca le importa volver a Santa María ni a San Miguel de Lillo, joyas, valga el tópico, del prerrománico asturiano o ramirense. Curioso lo de Santa María, que nació como una especie de palacio o así y luego pasó a iglesia, por lo que, entre otras peculiaridades, no tiene campanario.

En Lugones da buena cuenta de una lujuriosa fabada, lo que hace que deje los carbayones para el día siguiente. Y a casita.

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