Entra en Portugal por Chaves y conduce por una autopista casi desierta camino de su destino. El paisaje solitario, sin apenas huella humana, habla de la hermosa dureza de Trás-os-Montes. Luego, al bajar hacia el Douro, el entorno se dulcifica y va llenando de gente y de casas. Y Paço de Sousa ya es un frondoso vergel. Quiere entrar en el monasterio de San Salvador, pero está cerrado y primero un hombre y después una mujer le informan de que hasta última hora de la tarde o hasta la mañana siguiente –no les entiende bien– no abrirá el cura. Asà que tiene que conformarse con la portada y con contemplar un trozo de claustro a través de una verja: no están nada mal ni la una ni el otro.
A unos pocos metros, cruzando la carretera, hay una gran casa con un magnÃfico y selvático parque de gran encanto y en romántico abandono. Como la portada está abierta, entra y pasea hasta una fuente con dos patos –no vivos, sino esculpidos– donde cruza unas palabras, sin enterarse de mucho, con una amable jardinera. La escena es casi idÃlica, pero hay que seguir.
Seguir hasta São Gens de Boelhe, de la que se dice que es la iglesia románica más pequeña de Portugal. Al viajero tampoco le parece tan pequeña como para eso, pero sà muy bonita e interesante. En un canecillo –cree que eso es un canecillo, pero no es ducho en terminologÃa artÃstica o arquitectónica– aparece, como en Paço de Sousa, el motivo del "pensador", una figura que se lleva la mano a la barbilla con aire meditabundo; asà que Rodin ya tenÃa precedentes medievales lusitanos, je, je. Como si estuviera en Liliput, llega al menhir de Luzim, tan pequeñito y "ben feitiño" que le apetece cogerlo y llevárselo para casa. Pero se lo impiden dos cosas, que no es Obelix y que es muy respetuoso con el patrimonio prehistórico o de cualquier época.
Empieza a tener sed y hambre, por lo que se dirige a la capital de todo este concelho, a Penafiel. Y la población le sorprende muy agradablemente y le parece un resumen del más auténtico y mejor Portugal. Es limpia, ordenada, sin barbaridades arquitectónicas, con casas de mucho sabor y dos iglesias –habrá más, pero él no las vio– que están muy bien y muy próximas, la de la Misericordia, en la que entró, y la de Nossa Senhora de Ajuda, recubierta de azulejos y en cuya plaza comió servido por una camarera rubia y brasileira y por un camarero ni rubio ni brasileiro.