Santo Estevo de Ribas de Miño

No solo el cordero, Dios, la virgen, ángeles o santos. Siempre está también, siniestro y acechante, el diablo
Santo Estevo de Ribas de Miño. VIAMAGICAE
photo_camera Santo Estevo de Ribas de Miño. VIAMAGICAE

Antes de nada, aviso para lectores o viajeros –tanto monta, monta tanto, y muchas veces coinciden– despistados. Lo que tenemos delante no es Santo Estevo de Ribas de Sil, transformado hoy en flamante parador, sino Santo Estevo de Ribas de Miño, que ya se sabe que el Miño y el Sil se reparten las joyas arquitectónicas de esta Ribeira Sacra, que tantas ofrece. 

Una vez situado, al viajero se le ocurre pensar que los monasterios o iglesias que por esta zona visita se repiten bastante en líneas generales: una arquitectura básicamente románica, un frondoso bosque de castaños y carballos, el río allá abajo –en este caso con la presa de Belesar casi a tiro de piedra– y las vides bajando en terrazas hacia él. Sobra quizá decir –pero, por si no sobra, lo dice–que esa repetición es positiva, pues es la repetición de la belleza, que a nadie puede cansar, más bien todo lo contrario: se desea que no tenga fin y crea adicción. Además es una repetición solo aparente, que no es tal a poco que el visitante se fije en las cosas y tenga un mínimo, basta con muy poquito, de sensibilidad. Un árbol nunca es igual a otro, el río cambia a cada curva y a cada hora. Y las iglesias y monasterios –tan distintos y tan parecidos– ofrecen un despliegue de arquivoltas, de capiteles, de mochetas, de pétreos adornos que no bastaría un día para verlos todos.

Santo Estevo es una altiva edificación con algo de fortaleza, tanto por su situación como por lo compacto de su construcción. Por la parte del ábside está incrustado en la pendiente ladera, que viene a ser lo mismo que en la frondosa fraga. Por delante se abre a los horizontes de la orilla de enfrente, a los que vigila con un gigantesco ojo siempre alerta, que en realidad es uno de los más grandes rosetones del románico gallego, tan espectacular visto desde fuera como desde dentro. Antes de entrar, detiene su atención durante largos minutos en los capiteles y arquivoltas de la puerta principal u occidental y ante la incapacidad para identificar y retener todos los detalles, se queda con el demonio y con dos aves, arpías o lo que sean, en un doble escorzo que las une por las cabezas ¿humanas? y las plegadas alas. 

El interior desnudo, como a él le gusta, alto. La luz de afuera se debilita mucho, pese al rosetón. Y se queda meditabundo ante unas lápidas en el suelo, gastadas, muy gastadas. Al salir, le parece que ha pasado dentro un largo rato, pero no.

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