Puertas del Camino: Villaviciosa

Esta virgen acrecienta su elegancia con los dos finos arquitos que tiene a cada lado y que más la elevan que la sostienen
Iglesia de Santa María de la Oliva, en Villaviciosa
photo_camera Iglesia de Santa María de la Oliva, en Villaviciosa

Lo primero que hace al llegar a Villaviciosa es desayunar, Para ello se sienta en la terraza del hotel Casa España y pide unas tostadas con un café doble. El edificio de al lado –a su derecha, calle por medio– es la casona de Hevia, en la que se alojó Carlos V (o I, según se mire) tras desembarcar en Tazones con su séquito. Una buena casa, sin duda, pero la que ocupa Casa España nada tiene que envidiarle, al menos en su fachada. Además, luce una placa recordando que allí vivió unos años el dramaturgo Alejandro Casona. Ya reconfortado, el viajero se dirige a Santa María de la Oliva, que es una bonita iglesia, entre románica y gótica, con un bonito nombre. A las estatuas de santos de la portada les destrozaron adrede las caras en la Guerra Civil; una cabeza esculpida al lado se lleva la mano a la barbilla como meditando tristemente sobre tan gratuito vandalismo. Da un paseo por una villa bien cuidada y bonita, no toma una sidra –como procedería– porque no es hora y se marcha. Pero antes pregunta, por morbosa curiosidad, cuál es el gentilicio de los de Villaviciosa y la respuesta le deja perplejo: los de Villaviciosa se llaman maliayos. ¡Quién lo iba a suponer!

Subiendo al mirador del Fitu, que conoce bien de excursiones anteriores, se siente un esforzado de la ruta, porque es una ascensión que muchas veces se hace en la Vuelta a España. El mirador está en plena sierra del Sueve, por donde aún galopan caballos más o menos asturcones. Pero en esta ocasión, al llegar se lleva un gran susto, pues no hay donde aparcar y la cola de gente para el mirador propiamente dicho es considerable. ¡Menos mal que ya estuvo en él y recuerda la maravillosa vista del mar Cantábrico y de las montañas hasta los Picos de Europa! Porque lo que es hoy…

La última parada es en San Antolín de Bedón, que pertenece a Llanes. Está en privilegiado sitio, muy cerca del mar y en verde campiña, aunque sobra un grupo de eucaliptos que hay en una ladera. El monasterio está viejo y bastante abandonado, al menos por fuera, lo cual al viajero no le importa demasiado. Los canecillos de la fachada frontal son un desfile de figuras en distintas actividades, algunas fácilmente identificables y otras menos, pero todas de una llamativa finura de talla. Al irse, el viajero tiene que volver a sortear de mala manera un destartalado y cutre cierre que intenta proteger –ya se ve que sin mucho éxito– San Antolín.

Comentarios