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El juego infinito

En 1960 la Tate Modern de Londres expone, por primera vez, la obra de Picasso. Se rompe el tradicional rechazo del establishment británico hacia el pintor y se abre una deuda de sus grandes artistas nacionales con la producción picassiana. Vínculos que, en su día, fueron difíciles de asumir y que, poco después, comenzaron a resultar evidentes.

POR SUS salas pasea fascinado un joven de 23 años, nacido en Bradford, de complexión delgada, un tanto largirucho, con el pelo moreno cortado a la taza y gafas redondas de pasta. Su cuerpo se parece más a un fino hilo que de pronto se suelta y se deja caer desde lo alto. A esa oscilación rítmica. A ese pacto con el tiempo al descender. Se parece más a eso que a un esqueleto vigoroso bien plantado en la tierra siempre igual a sí mismo. Está a punto de ser, verdaderamente, quien quiso ser, pero para ello deberá aguardar unos meses y la emisión de un anuncio televisivo. En ese momento, admira y comprende, certifica que está en el camino correcto. Reconoce en la evolución artística de Picasso una especie de sabiduría y de juego sin final. Años más tarde, dirá: "No puede existir el arte sin la diversión, Picasso siempre fue consciente de ello. Ninguna actividad humana puede desarrollarse si carece de una vertiente lúdica".

Simultáneamente, la Galería RBA (Royal Society of British Artists) exhibe una serie de muestras bajo el título Young contemporaries exhibition (Exposición de jóvenes contemporáneos), admirada por crítica y público. Allí acuden, desde el arranque del año, los profesores de esa generación explosiva que inauguraría el pop art, orgullosos y suspicaces a partes iguales, nostálgicos de ese porvenir imposible para ellos; estudiantes nerviosos, que tocan por primera vez un cielo que puede que les esté esperando también; familias confundidas y vanidosas, sin entender del todo de dónde sale todo aquello que sus hijos plasman en los lienzos allí colgados, expuestos al ojo público, al juicio implacable. Y críticos de arte, estudiosos de la Historia y ávidos de novedades sobre las que poder debatir y establecer teorías. El joven que se pasea por la Tate firma muchas de las pinturas de esa exposición. Su fama, a partir de entonces, no dejará de crecer.

Tras vender unas cuantas obras, tanto a particulares como a museos, reúne el dinero para viajar a Nueva York. El impacto es importante. De repente, luz; de repente, afirmación. Compara su pasado en Bradford con el mundo que intuye en América. Contrasta una infancia y adolescencia oscuras, ensombrecidas por la guerra y posguerra —aunque no infeliz— y por la imposibilidad de reconocerse y aceptarse en su plena identidad. Contrapone el encorsetamiento académico con la libertad formal, moral, total. Está sentado con un grupo de amigos, en el salón de los padres de uno de ellos, viendo la televisión. Ríen, charlan, planifican. Llegan los anuncios. Todos se dan cuenta de que Clairol es el tinte perfecto, porque, definitivamente, "las mujeres rubias se divierten más". Salen de la casa como una exhalación. Y regresan con el tinte, que se aplican unos a otros con entusiasmo. En ese instante llega el padre, el cual profiere un exabrupto no lo bastante violento como para detener la acción. Acaban la jornada con el pelo rubio.

Es entonces cuando nace, por segunda vez, con la tintura adecuada y en el escenario idóneo, David Hockney. De vuelta a Inglaterra le hacen encargos, realiza otra exposición, se va apartando poco a poco del pop art, aborda otras vías creativas que tienen que ver con el juego, con la transgresión, con la verdad, con un acercamiento firme, concienzudo, hacia el estilo propio. Se gradúa con honores en el Royal College of Art de Londres, previo cambio de normas de la institución, al negarse Hockney a entregar un trabajo escrito imprescindible para el título. A modo de protesta, presenta una pintura de carácter explícitamente homosexual. Y después regresa a América.

Pinta el agua azul de las piscinas, pinta reflejos y salpicaduras en el agua azul de las piscinas californianas, pinta a sus amistades al lado de las piscinas, pinta a su amor, Peter Schlesinger, al borde de una piscina

Se instala en Los Ángeles, imparte clases en varias universidades y pinta piscinas. Pinta el agua azul de las piscinas, pinta reflejos y salpicaduras en el agua azul de las piscinas californianas, pinta a sus amistades al lado de las piscinas, pinta a su amor, Peter Schlesinger, al borde de una piscina. Son los años sesenta y el juego que David había iniciado en la década anterior ya no se parará nunca.

Los detractores del artista dicen que no es un verdadero artista. Él sigue el consejo que su padre, en una ocasión, le dio: "Que no te importe demasiado lo que diga la gente de ti". Tras esa apariencia de niño travieso hay, efectivamente, un niño travieso, con una enorme creatividad, lucidez, cultura y técnica pictórica. Que se niega a renunciar o a capitular o a condescender.

La Whitechapel Art Gallery de Londres le dedica su primera retrospectiva mientras su estilo evoluciona hacia una suerte de naturalismo y un cuestionamiento constante de la imagen y su representación. Estudia la fotografía y sus límites, la realidad y la verosimilitud, las diferentes miradas. Toda esta transición coincide con una pérdida que se va fraguando lentamente. En 1972, pinta Retrato de un artista (Piscina con dos figuras), su manera de decir adiós a su relación con Schlesinger. En el año 2018, ese cuadro se vendería en una subasta de Christie’s por 75 millones de euros.

Y la vida sigue. Se instala en París, donde realiza una serie de trabajos para homenajear a Picasso, que muere en 1973. Le da vueltas y más vueltas a la significación de la imagen: "Una de las muchas razones por las que pienso que Picasso es tan importante es porque él puso claramente de manifiesto la contradicción existente entre verosimilitud e imitación de las apariencias. En mi caso, fue la percepción de que el naturalismo no era lo suficientemente real lo que me llevó a cuestionar su verosimilitud. El problema no es que el naturalismo sea demasiado real, sino justo lo contrario, que no es lo suficientemente real". Regresa a Los Ángeles y se encarga de varias escenografías para óperas. Vuelve, también, a experimentar con la fotografía con un resultado que conecta directamente con el cubismo y sus teorías sobre la imagen. Llama a sus nuevas obras Joiners, fotomontajes, tanto de paisajes como de personas, tomadas desde distintas perspectivas que intentan contar el mundo.

Otra vez el mismo afán: "Siempre volvemos a la naturaleza para buscar cosas"

Los ochenta son años duros. Se adentra en el juego macabro de la muerte por sida. Pierde muchos amigos, pierde el vínculo con Nueva York. Inicia la serie de autorretratos, también él se siente perdido. Al mismo tiempo, su fama se dispara. Se multiplican las exposiciones alrededor del mundo. Acaba de cumplir cincuenta años. Y la Tate le dedica una gran retrospectiva.

Vuelve a la experimentación e inicia un productivo camino de la mano de la tecnología. Utiliza el fax, la fotocopiadora, la impresora. Crea obras que muchos rechazan, por simples, por baratas, por únicas. Y goza ya de reconocimiento internacional.

El tiempo, el mismo que quiere atrapar en sus obras, se va escapando. Pero con la llegada del Ipad empieza de nuevo a divertirse con el pincel aunque sea digital. Sufre un infarto del que se recupera. Otra vez el mismo afán: "Siempre volvemos a la naturaleza para buscar cosas".

Regresa a Yorkshire y pinta sus paisajes, al óleo y a gran formato. Todos, galerías, museos, academias, universidades, medios de comunicación. Todos lo quieren para sí. Aún es hoy el día en que sigue pintando, buscando, viviendo, cambiando. "Creo firmemente en que la pintura puede cambiar el mundo. Cuando contemplas el mundo como algo bello, sorprendente y misterioso, como yo lo hago, entonces te sientes lleno de vida y experimentas placer... Parte de mi trabajo como artista consiste en demostrar que el arte puede mitigar la desesperación".

Tiene 83 años. Ya no se tiñe el pelo. Ya no va a la ópera porque no oye bien. Ya no tiene tantas casas ni tantas fuerzas. Tan solo juega, juega, juega.

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