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El páramo interior

Se cumplen sesenta años de la muerte de Sylvia Plath. Sale editada su última biografía, Cometa rojo, con la que Heather Clarck quedó finalista del Pulitzer. Ojalá se vuelva a leer, una y otra vez, su poesía.
Sylvia Plath
photo_camera Sylvia Plath

Sylvia Plath siempre se sintió atraída por los páramos. Por lo que tienen de salvaje y de estéril, lo que auguran de conflicto, de arrebato, de aislamiento. Hay un páramo interior en la poeta que se enrosca y se confunde con sus órganos. Algo vivo que sopla dentro con furia, responsable de un desierto y de un miedo cada vez más glacial. Se ha escrito tanto sobre la muerte y la vida de Sylvia Plath, se ha tratado de dar tantas explicaciones inútiles, tantas respuestas a su suicidio uniendo con pulso y lápiz de hierro los puntos marcados en un cuaderno. Toda una existencia metida en un dibujo infantil. Se ha especulado tanto. Sin embargo, los páramos no poseen puntos de referencia porque no es posible aprehender el vacío. Tampoco es posible agarrar con las dos manos, como en un abrazo, la libertad. O la alegría.

La madre controladora y el padre ausente, por muerte prematura, es el primero de esos razonamientos que tranquilizan al monstruo de lo inexplicable. Hay indicios, en los poemas, diarios y cartas de Sylvia Plath que señalan ese camino. Pero un indicio es una huella de algo en algún momento. Una muesca en un hueso que en su día dolió. Y del que una puede resentirse. No es lo mismo que una vida entera y aún menos que el argumento absoluto de un suicidio. Quizá sea mejor empezar por el principio.

Aurelia Shoberg provenía de una familia austríaca que emigró a Estados Unidos en busca de un futuro que en Europa se había vuelto imposible. Tampoco fue fácil del otro lado, la Primera Guerra Mundial no era un contexto cómodo para los ciudadanos recién llegados de aquellas fronteras. Aurelia sufrió acoso por su condición vienesa y creció en un entorno en el que era considerada la otra, la extraña, la extranjera, la sospechosa. Se refugió en el conocimiento, en los libros. Estudió Humanidades en la Universidad de Boston, y se especializó en Lengua y Literatura Inglesas y Alemanas. Allí conoció a Otto Plath. Su profesor de alemán. Este había llegado a Manhattan a los 15 años y había demostrado su valía intelectual, graduándose en Lenguas Clásicas. Se trasladó a la Universidad de California, en Berkeley, y entonces estalló la guerra. Y se prohibió el acceso a la facultad a los ciudadanos alemanes. Comenzó de nuevo. Con la paz, volvió a Berkeley a estudiar Biología, pero una investigación del FBI paralizó de nuevo su carrera. El caso se cerró sin consecuencias y pudo continuar sus estudios. Se doctoró en Harvard, se especializó en entomología y obtuvo la cátedra. En la Universidad de Boston daba clases de ornitología, entomología, y también de alemán. Su obsesión con las abejas derivó en un estudio de referencia titulado Los abejorros y sus costumbres, con cuya significación, su hija, Sylvia Plath, construiría una serie de poemas referenciales. Aurelia y Otto se conocieron y se casaron pronto. Eran los años 30 y, pese a las oportunidades intelectuales y laborales de ella, a petición de él, Aurelia dejó todo para ser ama de casa. No obstante, él siempre confió lo suficiente en su talento y profesionalidad como para cederle gustosamente las correcciones de los capítulos de sus investigaciones o, incluso, la escritura completa de algún borrador.

La vida matrimonial no iba especialmente bien ni estrepitosamente mal, siempre y cuando se respetaran los papeles correspondientes. En 1932 nació Sylvia Plath y Aurelia fue sintiendo en la piel, como una cuerda tensándose desde el interior, que sus aspiraciones habían concluido. Hubiera querido ser escritora. Pero no pudo. Dos años y medio después, nacería Warren y el porvenir, que ya venía prefigurado de serie, se selló definitivamente. Lo que pasa con los destinos clausurados antes de vivirlos es que se agrietan pronto, por falta de perspectiva, por falta de imaginación, por falta de sueños. La grieta de Aurelia, la grieta de Otto, la grieta de Sylvia.

 Tenía ocho años cuando su padre murió de una diabetes que se había negado a tratar porque no confiaba en los médicos. El impacto de esa pérdida implosionará en ella de distintos modos, en distintos tiempos. Aurelia, entonces sí, se vio obligada a cumplir el papel de madre trabajadora, sin renunciar a las expectativas puestas en Sylvia, una niña, a la vez fortuna y a la vez fatalidad. A esa edad ya enviaba sus poemas a la sección infantil de los periódicos y poco más tarde publicaría el primero. Su madre consiguió un puesto en la Universidad de Boston y se trasladaron a Wellesley, donde empezaron de nuevo. Sylvia compartía habitación con su madre y aquella fue una relación como de seres rotos. Se recomponían y se volvían a romper, la una a la otra, sin descanso. 

Aurelia le había planificado una educación exquisita que seguiría de manera responsable, muy responsable, realmente obsesiva. El nuevo colegio le ofrecía el estímulo que necesitaba para destacar. Además de obtener las mejores notas, tocaba el piano, tocaba la viola, tocaba en la orquesta, asistía a un club de dibujo, a clases de baile, a un club de ocio, a otro de filatelia y hacía deporte. No obstante, sus compañeras iban por delante en estatus social. Todas pertenecían a una sociedad en la que las madres no trabajaban porque tal cosa resultaba grosera y bastante vergonzosa. En momentos en los que el dinero no llegaba, Sylvia limpiaba los despachos del colegio y, ya más tarde, en el instituto, seguiría contribuyendo a la economía familiar con trabajos de cuidadora en las mansiones de la vecindad. En casa escribía sin parar, relatos y poesía, que enviaría, de manera perseverante, a cualquier publicación que se ajustara a sus ambiciones. Al finalizar cada curso tenía también una colección de textos publicados que ordenaba cuidadosamente. Atravesó una adolescencia ávida de conocimiento y de experiencias. Puede que como todas las adolescentes. Pero no, no exactamente igual.

Sin desprenderse ni un ápice de la actitud anhelante de quien se sabe mejor, por veces orgullosa, por veces angustiada, durante la etapa quinceañera los retos se multiplican y la dificultad se acrecienta. Las contradicciones agrandan las grietas familiares. Siguen rompiéndose. "Cuando yo sea madre quiero criar a mis hijos igual que nos hemos criado nosotros", le dijo a Aurelia un día. Y, otro día, tras saber que a su madre le habían ofrecido un puesto de decana, lo que le dijo fue: "¡Nos vas a dejar huérfanos por culpa de tu  ambición!" Y después, una vez que había rechazado el cargo, le dijo: "No tuviste el valor de lanzarte". Crash.

Admirada ya por todo su entorno: profesorado, alumnado, aspirantes a pretendientes, familias vecinas. Publicada ya con asiduidad en varias revistas y periódicos de ámbito nacional, fue admitida en el Smith College, una universidad prestigiosa y elitista, donde conoció el brillo y la furia negra. Sufría bloqueos, se angustiaba, no podía escribir, no podía estudiar, no podía pensar. Tenía ataques de ansiedad, la palabra fracaso era un nudo vivo en su garganta. Había pasado temporadas depresivas en las que se culpaba de todo. Temporadas en las que el páramo tiraba de ella hasta hacerla caer, hasta desear la nada. Cumplió 21 años y quiso morirse: "¡Oh, madre! ¡El mundo está podrido! ¡Me quiero morir! ¡Vamos a morir juntas!". Aurelia llamó a su médica de familia. Su médica llamó a un psiquiatra. Y la internaron en el hospital McLean. Allí la sometieron a electrochoques. Poco después, al salir, intentó suicidarse. La encontraron con vida y se recuperó. Se graduó con honores, consiguió una beca Fullbright y se fue a Cambridge. 

Ted Hughes –ese poeta rebelde, violento, ambicioso– se cruzó en su camino. Ese poeta que era páramo soñado. No lo pudo agarrar, ni a él, ni a la libertad, ni a la alegría. Escribió sus mejores poemas contemplando el vacío. A los treinta años, con dos hijos pequeños que deja a salvo, sola, entumecida, se encierra en la cocina, corta el aire ya roto con cinta aislante, abre el horno, pone una toalla en la puerta, apoya su cabeza y enciende el gas.

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