Opinión

Pop 80

Un amigo me dice que, cuando opino aquí —las pocas veces que lo hago—, echa en falta algo más de contundencia. No es la primera vez que me acusan de tibio.

YO ME EXCUSO de dos formas. Ambas, sinceras. La que me deja en buen lugar es que considero que opiniones contundentes ya hay de más, que las de la mayoría de la gente lo son, y que casi todas sobran. Y que estamos como estamos, en gran parte, porque casi nadie parece dudar de sus ideas, o al menos no quiere que se note; y que mejor nos habría ido siempre —y nos iría ahora— si lo que hubiese tenido buena imagen, popularmente, hubiera sido, en general, la moderación, si lo que molase, lo guay, no fuese el puñetazo en la mesa y la afirmación categórica, sino el razonamiento tranquilo. La explicación que me deja peor, y que supongo que me hace carne de diván, es cierta prevención al conflicto y, sobre todo, un nada heroico deseo, incluso una poco confesable necesidad, de convencer, de que los demás estén de acuerdo conmigo. 

Voy en un tren de León a Madrid, el último domingo de febrero por la tarde, escuchando una selección de éxitos del pop de los 80, que básicamente reproduce un cedé que grabé hace años y que, sobre todo durante un verano, cuando todavía íbamos a nuestro añorado Vicedo, poníamos y cantábamos constantemente en el coche. Una lista que esta mañana me pidió mi hija, con la consiguiente alegría mía, relacionada con la influencia, el ejemplo, la educación, abrir puertas, enseñar otras cosas, dejar huella y otros muchos motivos de satisfacción encadenados. Todo lo cual hace que yo ahora mismo la esté disfrutando mucho más de lo normal, porque escucho Big in Japan, de Alphaville, y además pienso en Paula.

La pobre está un poco mal. Me lo ha dicho. Triste y agobiada. Un poco porque sí, porque con su edad le toca, supongo, y otro porque este último curso de bachillerato, en los treinta y cuatro años que han pasado desde que lo hice yo, parece haberse ido convirtiendo en una locura obsesiva, sin otra razón de ser, desde el primer día de clase en septiembre, que preparar un examen del que se les asegura depende toda su vida futura, como poco. Y no sé cuánto es así, cuánto de esa preocupación es real, y cuánto el resultado de una autosugestión generalizada, una especie de estampida de los profesores, de los padres, de los estudiantes, en la que, como en el caso de los bisontes, nadie sabe exactamente quién empezó a correr, ni por qué ni, mucho menos, hacia dónde. Pero yo, lo único que puedo hacer es decirle que no, que no se juega la vida, ni siquiera la inmediata, en una prueba de un día. Y que tenga calma, que nosotros también la tendremos.

Nunca las comidas habían acogido conversaciones entre los cinco tan entretenidas y abiertas, con todos tan atentos e implicados.

La verdad es que la adolescencia de los tres, por ahora, está sorprendiéndome. Reconozco que la temía, entre otras cosas porque yo fui un adolescente poco o nada problemático —mis crisis eran ya entonces más existenciales que hormonales, parecía, y por lo tanto menos visibles— y no me veía preparado para comprender determinados conflictos y, menos aún, con paciencia para lidiar con ellos; pero por el momento los cambios están resultando, en conjunto, más beneficiosos que perturbadores. Aunque los momentos de tensión, motivados por ciertas formas, ciertas poses y ciertos intentos por su parte de ir moviendo la raya de nuestros límites, son inevitables, están siendo poco frecuentes y bastante controlables. Nunca las comidas habían acogido conversaciones entre los cinco tan entretenidas y abiertas, con todos tan atentos e implicados. Nada espectacular, ninguna escena de telefilme americano, no se vayan a pensar, pero sí lo suficientemente agradable como para que, paradójicamente, todo parezca fluir un poco mejor que cuando eran más pequeños.

Aunque quizá no debería sorprenderme que, cuanto más y mejor son capaces de hablar, más y mejor lo hagan. Al fin y al cabo, no deja de ser la cosecha de lo sembrado hasta ahora, pues ni a Marta ni a mí se nos puede acusar de ese error, tan usual, consistente en decidir comenzar a preguntarles cosas a los hijos justo a la edad en la que su interés por responder es menor que nunca. Y tampoco debería chocarme, conociéndome y conociendo —como se dice ahora— mis fortalezas, saber llevarlos mejor cuanto más razonan, cuanto más dialogan. Tal vez, en este caso también, sea una ventaja, una suerte para todos, ser poco contundente opinando.
O no, no sé. Yo, lo que digan ustedes.

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