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Pobres amantes de Florencia

Estábamos la última noche en un hotel barato  en un palacio del siglo XVI, con una botella de vino Montalcino, y recordábamos cosas de  esos tres días en Florencia, el culo del Perseo de Cellini que es el más bonito del mundo, la mujer que hacía una mamada en el portal de Santa María Novella, el café literario en la antigua cárcel donde dejé mi libro de poemas, el bailarín armenio que me levantó en el aire en otro café literario en el Oltrarno, la placa que recordaba la casa donde Dostoievski escribió El idiota ante la cual me arrodillé gritando, la casa junto al Arno donde Rilke escribió su Diario florentino, los ojos vertiginosos del David de Miguel Ángel que destacan mucho más que su polla, el figón subterráneo y antiturístico (y completamente antidiseño) donde comí una deliciosa porcheta con un pan exquisito, y un viejo esperaba a su mujer que tenía la comida puesta y no aparecía, creímos que la mujer no existía y la camarera hacendosa le seguía la corriente, el Descenso de la Cruz alucinante del manierista  Pontormo en Santa Felicitá, donde no hay ninguna cruz y los personajes tienen unas posturas rarísimas en el vacío y unas miradas melancólicas, siempre me encantó ese Pontormo subjetivo y anticlásico.

Recordábamos el palazzo Guidi donde Elizabeth Barret Browning concibió sus apasionantes Sonetos del portugués, la vía del Cuerno que iba a dar a la Vía del Parloteo, la iglesia solitaria de Santa Margarita donde está enterrada la Beatriz de Dante, el bar en obras Las casacas rojas donde Dino Campana vendía por las mesas sus Cantos órficos y cuando le parecía que alguien no entendería algún poema lo arrancaba del libro, la Gruta Buontalenti en los jardines de Boboli llena de caprichos surrealistas, donde un anciano arbóreo bendice a la Reina Invierno,  las charlas con Dorina en el Hotel Scoti, en el vestíbulo con frescos de 1780, el escándalo que armamos cuando no nos abría ese ascensor de hace 120 años porque no conocíamos sus normas y después funcionaba perfectamente. 

Pero lo que más recordaba era el callejón Vía del Corno, un callejón muy pequeño que salé detrás del Palazzo Vecchio, ningún turista lo recorre, allí se desarrolla la novela Crónicas de pobres amantes de Vasco Pratolini y una placa lo recuerda, recordaba la sencillez y los  detalles sugestivos del callejón, las puertas con arcos de piedra toscos encima, los altarcillos en las esquinas, la casa con unos escalones en piedra brava, las ventanas de madera verde que abrían hacia afuera, las casas pintadas de color siena, las innumerables ventanas donde todos los inquilinos se comunicaban, la desembocadura en la calle del Parloteo con sus casas  sujetas por batientes en diagonal, era una calle popular y secreta, llena de vida, sobre la cual se escribió una de las novelas más vivas y palpitantes de la literatura italiana.

Recordaba esas parejas de amantes pobres que se descubren y luchan contra los problemas, el herrero Maciste y Margarita, a Maciste lo matan los fascistas escapando en moto después de que consigue salvar a un filósofo, las cuatro chicas a las que llaman los Ángeles Custodios y sus novios casi adolescentes, que se van descubriendo en discusiones y contratiempos, el obrero que muere de una paliza de los fascistas en el hospital y mientras se muere aconseja a su novia que siga viviendo y se líe con su amigo, la chica que piensa en suicidarse y descubre que la vida vale la pena en un paseo en bicicleta con un antiguo amigo junto al Arno, la Señora arrogante con su amor confusamente lesbiano que se vuelve loca en el balcón, recordaba como Pratolini nos acerca toda la vida de esa calle en un estilo sencillo y vivo, escribe en presente para ponernos delante las escenas, se emociona con el vivir de los personajes, se da de bruces con el tiempo, nos coloca las  tragedias y el vivir imparable, nos regala un lirismo sin empalago y un asombrarse con todo, nos da ese callejón inolvidable que para unos amantes es como la Quinta Avenida de Nueva York, algunos ni siquiera han ido a la vía Tornabuoni donde se desarrolla la elegancia de Florencia. 

Y recordaba esa otra novela de Vasco Pratolini, Crónica familiar, mi padre me aconsejó esa novela cuando era un adolescente y yo dudaba al aconsejármela él, pero fue una de las mejores cosas que hizo mi padre conmigo, esa novela tan sencilla y tan honda hablaba de un hombre que escribe una carta a su hermano después de muerto, porque nunca comprendió su personalidad interior y su espiritualidad, creyó que era un niño bonito y un mimado, era tan gracioso que lo adoptó un aristócrata en un palacio mientras a él lo atendía su abuela, pero poco antes de morir los dos hermanos hablaron intensamente, y ahora en una habitación desnuda, sobre una mesa de madera, el protagonista lamenta lo que no supo ver, todo lo que se ha perdido.

Recordaba esa nostalgia, esa carta desnuda del hermano al hermano, con sus frases llanas pero cargadas de espíritu, la verdadera literatura es iluminar las palabras, dar pálpito a las palabras, recordaba esa melancolía porque perdemos todo en la vida, las circunstancias no nos dejan verla, o nuestra propia ceguera, recordaba esa muestra de la incomunicación y la soledad, de como todos caminamos solos, y más en medio de las incomodidades físicas de la historia de Italia, después de una guerra devastadora, entre personajes sencillos que solo tienen su vida, pero tienen mucho con eso, a veces todo consiste en encontrar el tono justo, en dejarse llevar por el espíritu que calienta las palabras como un brasero, que las llena de significación y de pan, Pratolini era un escritor de los comprometidos y sociales, pero en sus libros hay genuina literatura como agua que corre, hay mirada abierta, hay una sensibilidad que se derrama por cada frase. 

Recordaba en el hotel Scoti como recorrí esa Florencia humilde de los pobres amantes que estuvieron tan vivos, que el pobre y franciscano Pratolini supo recoger como vino, como vagué por esa Florencia de callejones líricos sin grandezas, y de casualidad me encontré cerca del barrio de Dante  la casa natal de Pratolini, y me senté para celebrarlo a tomar vino en la plaza de San Martino, una placita menuda donde una filipina que cantaba sin parar me cobró menos de lo que le mandó el jefe, como conocí en Florencia ese infierno lírico de pulsaciones y soledades  en el corazón de cada instante.