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Patologías previas

Un home nunha residencia. PIXABAY
photo_camera Un home nunha residencia. PIXABAY

TENÍAN entre 75 y 90 años y la circunstancia asociada de vivir solas en edificios de apartamentos en ciudades cercanas al río Volga. Todas, las veintiocho, aparecieron muertas en sus apartamentos entre 2011 y 2012. Unas habían sido estranguladas con sus propios delantales, otras con un cable eléctrico o el cordón de la plancha, otras con una almohada. Muchas de ellas, directamente con las manos. Veintiocho.

Esta semana ha sido detenido en Kazán un cerrajero de 38 años, Radik Tagirov. Ha confesado haberlas asesinado a todas, solo con el fin de robar. "Ese modo de matarlas era tranquilo y rápido, me pareció indoloro", ha justificado Tagirov, exhibiendo una mentalidad a caballo entre la eficacia de un guardia de campo de concentración y la empatía de un gestor de pandemias.

En los últimos meses han muerto en España en torno a 28.000 ancianos con la circunstancia asociada de vivir en residencias de la tercera edad. La diferencia con las veintiocho ancianas del Volga es que ellas siguieron importando todos estos años, desde que se produjeron las muertes hasta ahora nunca se dejó de buscar al culpable. Había veintiocho nombres; cuando son 28.000, solo hay números.

También aquí, como Tagirov, hemos encontrado la manera de hacerlo tranquilo y rápido, pero sobre todo indoloro para nuestras conciencias. Lo llamamos "patologías previas", la coletilla que acompaña invariablemente cada parte diario de la masacre: "En las últimas 24 horas han fallecido por covid-19 otras X personas, procedentes de las residencias X. Todas con patologías previas".

Ni siquiera nos molestamos en aclarar qué patologías previas eran, lo mismo vale un trasplante de pulmón, que una prótesis de cadera, que una operación de cataratas. No es una explicación, es una sentencia a muerte.

En medio de este genocidio disfrazado de determinismo natural, las únicas voces de entre nuestros mayores que parecen merecer atención son las de la tertulia del Casino del PSOE y las del Club de Jubilados del Ejército, el eterno lamento de los tiempos pasados y supuestamente mejores compartido entre funeral por los camaradas idos y partida de dominó. Todos ellos, estos sí, con patologías éticas previas.

Solo Amnistía Internacional ha estado dispuesta a poner voz sobre lo que están pasando, a rasgar el silencio cómplice de la sociedad. Su último informe, Abandonadas a su suerte. La desprotección y discriminación de las personas mayores en residencias durante la pandemia covid-19 en España, no puede avergonzarnos más: "Las residencias se han convertido en aparcamientos para la gente mayor, un auténtico agujero negro donde se han cometido flagrantes vulneraciones de derechos humanos y de las que las autoridades no les han protegido". Ni las autoridades, ni nadie, añadiría yo. Y seguimos en la misma.

Hablamos de los cadáveres de nuestros padres, abuelos o hermanos que permanecían varios días pudriéndose en las camas de sus habitaciones, esperando que alguien los echara de menos; de personas que morían no por el covid, sino por otras enfermedades que nadie se molestaba en tratar porque las residencias, la mayor parte de ellas de gestión privada, ni siquiera tenían médicos suficientes; hablamos de protocolos que condenaban a una muerte segura a personas solo porque alguien decidió que pasada una determinada edad, eran prescindibles; de ancianos muertos en soledad y entre terribles sufrimientos por ahorrar hasta en medicamentos.

Solo deseo que alguien, aunque sea dentro de nueve años, pague por esto. Y que el castigo no sea tranquilo ni rápido. Ni indoloro, sobre todo indoloro.

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