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Castigos

El problema con Quim Torra no es solo de ceguera política, sino de cintura doméstica
 

Quim Torra, en el Parlament. QUIQUE GARCÍA (EFE)
photo_camera Sobreviviendo. QUIQUE GARCÍA (EFE)

ES MUY POSIBLE que en estos momentos el único apoyo que le quede a Quim Torra sea mi mujer. Y eso porque ella tiene un nivel de empatía cercano a la enfermedad, de otro modo no se explicaría ni lo de Torra ni lo mío. Ella es empática como otras personas son diabéticas, nada especialmente grave si se mantiene bajo control.

Esa empatía se le disparó el otro día, cuando el muy honorable salió marcando paquete con su ultimátum de un mes a Pedro Sánchez para que convocara un referéndum y el que no se llevó las manos a la cabeza preguntándose por la estabilidad mental del sujeto, se las llevó al pecho para sostener el dolor de la risa. Menos mi mujer: "Uy, mira, qué tierno, le pasa como a mí con la niña". Donde los demás solo veíamos un problema de ceguera política, ella añadía una falta de cintura doméstica.

Al final, como siempre, tenía razón. La niña es carne de CDR, un talento innato para bordear las normas, darles la vuelta o ignorarlas por completo según convenga, siempre con la excusa dispuesta para invalidar cualquier intento de acercamiento racional. Es cuando ya ha ignorado las advertencias tantas veces que se acerca al desacato cuando mi mujer se convierte en Quim Torra, y lanza sobre ella castigos de dimensiones bíblicas: "¡Se acabó, te quedas sin tablet toda la semana!", "pues esta tarde no bajamos al Fluvial", y cosas por el estilo. Cinco segundos después, cuando ya es demasiado tarde, cruza la mirada conmigo y yo se la devuelvo como un Rufián cualquiera, con cara de "cariño, los ultimátums los carga el diablo".

Porque cuando la semana ya va, digamos, por el viernes, los días sin tablet son asumibles. Para nosotros, digo, no para la niña, que en ese momento seguro que está pensando ya en cómo convencer a su hermano para que le deje el móvil para escuchar alguna canción o ver algún vídeo. Pero cuando el ultimátum ha caído, digamos, en martes, el castigo se revuelve contra nosotros: para los que no tenemos posibles ni energías, los ratitos de liberación que te da una pantalla bien usada o una tarde de calor en el Fluvial son impagables; a lo mejor no ganamos el premio a los padres del año, pero hablo de mera supervivencia. Pero ya no hay remedio, porque cualquier padre sabe que hay una norma incuestionable, de rango muy superior incluso a la Constitución: o el castigo se cumple o se pierde toda autoridad y la próxima vez no lo arreglas ni con el 155.

Es muy probable que tampoco Torra gane el premio al presidente del año, pero en esto también hablamos de mera supervivencia, avanzando como ha ido tirando para adelante el nacionalismo catalán desde hace un par de años: de amenaza en amenaza imposibles de cumplir. Tan descabelladas como dar un ultimátum de un mes al Gobierno de Pedro Sánchez para convocar un referéndum sabiendo que este no lo podría aceptar ni aunque quisiera. Y sabiendo, como bien le hicieron ver sus socios cinco segundos después de escucharlo, que el castigo en cualquier caso se les iba a volver en contra, porque el resultado de esas hipotéticas elecciones generales solo podía perjudicar aún más sus intereses: o ganaba el bloque PSOE/Podemos y seguían teniendo al mismo interlocutor que ahora o ganaba la derecha de PP/Ciudadanos y se montaba aún más gorda.

Cuando en casa llegamos a ese momento en el que ambas partes somos conscientes de la situación y de lo mucho que las dos tenemos que perder de mantenerse, afortunadamente suele seguir una fase de negociación, de gestos, de acercamiento. De repente la niña empieza a cumplir sus obligaciones sin que haya que repetírselo mil veces, e incluso va más allá de lo exigido para hacer puntos. Y a cada una de esas muestras de buena disposición, mi mujer (en casa solo el que ha impuesto el castigo puede levantarlo, el otro solo apoya) va respondiendo con otro gesto, rebajando poco a poco el castigo, hasta que la semana sin tablet se convierte en dos o tres días, larguísimos, eso sí. Todo dentro de la más aburrida normalidad.

No sé, pero a lo mejor en todo este asunto de Catalunya va siendo hora de que las dos partes superemos la fase de infantilización del conflicto y empecemos a poner un poco de empatía y de instinto de supervivencia, a asumir que en estas circunstancias perdemos todos, o solo ganan los de siempre, que viene a ser lo mismo. Más que nada porque los días se están empezando a hacer larguísimos.

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