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Libros, ¿para qué?

Casi todos los libros pasan la mayor parte de su vida cerrados, inermes en una estantería, incluidos los buenos

Richard Ford. EP
photo_camera Richard Ford. EP

ES LO NORMAL, pues después de su lectura se guardan, pero la sola idea tiene algo de escalofriante. Porque lo que viene a continuación de esa lectura efímera son años, quizá siglos de abandono físico. La mayor parte de las obras se leen una sola vez, y en algunos casos ni eso. A veces compras libros para el futuro, confiando en que habrá para ellos un momento perfecto, y te equivocas. Así que el sentido de la vida del libro también es permanecer cerrado la mayor parte del tiempo. Digamos que es una función no expresada. Nadie te invita a que compres un libro, lo leas, y lo almacenes el resto de tu vida, y tal vez otras vidas, sin volver a tocarlo. Sin embargo, eso es lo que acaba pasando. Parece peor de lo que es. Pensemos que el uso constante acelera el fin de todas las cosas. Los libros también se atesoran para no leer. De lo contrario, tras la lectura sentirías a menudo la tentación de cederlos, ganando espacio, porque ya no sirven para nada más. Pero sí sirven. Los libros leídos te conforman. Su lectura produce un efecto, que se acrisola e incorpora a lo que somos. Y lo que somos es algo que no admite renuncia, ni interrupción, ni fin. Los libros permanecen con nosotros porque "son" nosotros. También te los quedas porque cabe la posibilidad de que quieras leerlos una segunda vez, y porque, aun acabados y guardados, te parece que cumplen una función relevante: ser expuestos, ser mirados y en ese momento quizá ser recordados.

El libro cerrado y apilado junto a otros sacia, además, una entidad vivísima: la estantería. Cada una posee su propia historia, y su combinación de títulos la hace impar, exclusiva. No se conocen casos de dos estanterías iguales. La relación entre libro y estantería es compleja. Resulta imposible que las estanterías se mantengan iguales a sí mismas en el tiempo; evolucionan. Los libros se desplazan de unas a otras. Tienen cierto sentido del movimiento, aun cerrados. No se leen, pero no por ello permanecen anclados. El libro va de un lado a otro. Ese trayecto puede abarcar unos centímetros o unos metros. A veces, como además de cambiar de estantería cambian de casa, ciudad o país, donde continúan cerrados, pueden recorrer cientos o miles de quilómetros.

Al placer transitorio de la lectura lo sucede el menos volátil de las vistas que se nos ofrecen al admirar los libros apilados. A la postre, el libro es objeto, paisaje, arquitectura, diseño... Y también esa faceta lo vuelve atractivo. Contribuye a edificar tu espacio privado, como si fuese algo no muy distinto a un ladrillo. Pero qué ladrillo. A partir de cierto momento, cuando lo cierras y le haces sitio en alguna estantería se entrega a misiones secretas. Transcurridos los años, en ocasiones descubres al leerlo de nuevo que es un libro muy distinto a la primera vez, pese a que se mantiene idéntico.

Por supuesto, ningún autor escribe con una idea en la cabeza tan espantosa como la de su libro pasando la mayor parte de su existencia tristemente cerrado. Sería imposible no ya acabarlo, sino empezar a escribirlo. Los escritores trabajan solo para esas pocas horas, repartidas en varios días, que dura la lectura entre quienes se hacen con él. Su imaginación no va más allá, renunciando a ver cómo el volumen evoluciona de literatura a objeto, aunque no mero objeto. Pero hay muchos tipos de escritores. Quién sabe si existirán dos iguales. Una parte de ellos no deposita la posibilidad del placer ni siquiera en el tiempo que dura la lectura, sino solo en los cientos de días que tal vez se prolongó la escritura. Todo lo que viene después —que se venda, que reciba el respaldo de la crítica, que le dé a su autor acceso a nuevas realidades— se ajusta a otro tipo de ambiciones. Cuando eres capaz de ignorarlas, puedes incluso decir, como hace poco dijo Richard Ford, que si tus libros no tuviesen lectores ya no te importaría.

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