Blogue | Permanezcan borrachos

Luz encendida

EN LA PENÚLTIMA PLANTA DE uno de los edificios que se ven desde mi terraza, vive alguien que nunca apaga la luz del salón. Es como un faro. Reparé en esa luz hace un par de años, durante una noche de mucho calor. Estaba en cama dando vueltas obtusamente, hasta que después de dos horas buscando esquinitas frescas de sábana, me harté y caminé a oscuras, de memoria, hasta la terraza, donde me tiré en una hamaca. Me preguntaba si habría más desgraciados insomnes en el barrio cuando reparé en la luz encendida del penúltimo piso.

Al día siguiente dormí de maravilla, pero al levantarme en mitad de la noche para ir al baño, me acordé del vecino de la penúltima planta. No me supe resistir y me asomé a la terraza, desde la que advertí que luz del salón seguía encendida. Le dediqué un breve pensamiento, que consistió en susurrar «pobre», y me fui a la cama. No volví a reparar en el asunto hasta la semana siguiente, cuando otra vez el calor me impidió dormir. Cuando me encaminé a la terraza en busca de fresco, constaté que la luz del salón estaba encendida. Era el colmo. No apagar la luz era un crimen, al menos en mi familia. Si mi madre entraba en una habitación y no había nadie, pero la luz estaba encendida, salía dando gritos, preguntando a quién alumbraba aquella lámpara, y quién era el criminal que se había olvidado de apagarla.

Ilustración para el blog de Juan Tallón

Mes a mes espié al vecino del penúltimo piso. Unas veces me figuraba que era un hombre y otras una mujer. Nunca se me ocurrió que fuese una pareja, o una familia más numerosa. Pero nunca veía a nadie. Solo la luz. No espiaba el piso a diario, sino en días salteados. Una tarde, al pasar por delante de una armería, reparé en unos prismáticos en el escaparate de oferta y los compré. Quizá estuviese yendo demasiado lejos, así que preferí no pensarlo. Me acordé, sin embargo, de un relato de Quim Monzó protagonizado por un tipo llamado Morell y su novia en ese momento, Babà. Un día, en mitad de la madrugada, él abre las ventanas del dormitorio para ventilar, y ve en el edificio de enfrente a una chica en su dormitorio, sentada en una butaca roja, leyendo. Al día siguiente, cuando también ya ha oscurecido, la ve sobre la cama, con un vaso en la mano. Dos días más tarde, como en un sueño, le parece verla desnuda, caminando por la habitación. Pasan las semanas y su obsesión no hace sino crecer. Cuando está fuera solo le apetece llegar a casa para espiarla.

Un día se decide a comprar un telescopio sin que su novia lo sepa, y ver "con claridad cinematográfica" a la vecina. Es así como una noche es testigo de cómo la mujer se lleva a un hombre a la cama y hacen el amor ante sus ojos. La escena se repite varias veces por semana. Otro día, la chica se asoma al balcón y se fija en la ventana desde donde Morell la está mirando. Él se asusta y deja de observarla durante un tiempo. Cuando de nuevo recae se queda helado al descubrir que, apuntando hacia él, en la habitación de la mujer, hay un telescopio, y ella detrás, mirando. Lejos de sentirse intimidado, esa noche Morell se anima a hacer el amor con Babà sin correr las cortinas. Día a día van subiendo la apuesta, y una noche la chica aparece con dos hombres. A lo que Morell responde contratando a dos prostitutas. Al día siguiente, cuando se dispone a ver con qué contraataca la vecina, se queda boquiabierto al ver que esta irrumpe en el dormitorio acompañada de Babà.

Por supuesto, mi caso no tenía nada que ver con el de Morell. Los prismáticos apenas me ayudaron a apreciar detalles del salón: unos muebles antiguos, un sofá, la lámpara encendida, pero nunca personas. Empezaba a quedarme claro que allí no vivía nadie, y que la última persona que salió se olvidó de apagar la luz. Después de una semana, me aburrí de los prismáticos y los guardé en el trastero. Pasaron varios meses. Pero hace una semana, por casualidad, salí a la terraza a airear un abrigo, y me llamó la atención la luz apagada, así que he vuelto a utilizarlos.