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Solo era una broma

Ningún mueble resiste la comparación con la silla. Es la pieza reina del diseño. Una silla siempre es algo más que una silla. Puede ser mesa, estantería, puerta, casi cama. En el fondo, una silla es una idea, y las ideas son los objetos más poderosos que existen. Hace años, una firma exportadora de asientos de diseño celebró su aniversario elaborando un libro dedicado a este objeto. Encargaron a varios escritores un relato en el que la protagonista, de algún modo, tenía que ser una silla. Una intermediaria se puso en contacto conmigo. "Sin duda puedes darle al libro un tono simpático. Y te pagarían mil euros". Me sonó bien. Acepté.

sillasTenía ya la historia cuando recibí un segundo mensaje de la intermediaria. "Por lo visto ha habido un malentendido. No serán mil euros, sino quinientos. Espero que no sea un problema para ti". No lo fue. Pero me pareció que el relato debía adecuarse al nuevo precio, así que busqué otra historia. Era lo más honesto. Si te encargaban un relato de quinientos euros era porque querían un relato de quinientos euros, no uno de mil.

El nuevo relato se titulaba ‘Solo era una broma’ y comenzaba en el aula de un instituto después del último examen antes de las vacaciones de verano. La profesora de matemáticas llegaba con un par de minutos de retraso. En la primera fila, Juan Salvatierra se disponía a sentarse mientras justo detrás de él Nacho Salgado elevaba la silla de su compañero con sigilo y la retiraba hacia atrás. Juan no se daba cuenta y, al buscar el asiento, confiado, se desequilibraba y caía a plomo. Fue un movimiento vertiginoso y a la vez lentísimo, que imitaba el derrumbe de un edificio que antes de quedar reducido a escombros parece flotar. El golpe de la cabeza contra el suelo producía un ruido seco. Nacho estallaba en carcajadas. Salvatierra era su amigo, y quizá por eso su traspiés todavía le hacía más gracia. No tenían muchas ocasiones de reírse de él. Juan sacaba las mejores notas de la clase, jugaba bien al fútbol, prestaba sus apuntes a todo el que se los pedía, y aquellas pequeñas burlas eran lo único que lo volvía vulnerable y le permitía a Nacho sentirse superior.

La profesora se acercó. Juan estaba sentado en el suelo y se llevaba la mano a la nuca. Nacho ya no se reía, si bien era como si le quedasen restos de la carcajada apagada en el rostro. La profesora apoyó una mano en el hombro de Juan y le preguntó si estaba bien. Él asintió con lánguida convicción. Debía de estar bien. Sin embargo, por un instante, tuvo un presagio, que se diluyó sin que lo descifrase.

La normalidad de la clase se rehízo lentamente. Pese a todo, la paz se rasgó de nuevo en el momento que Salvatierra se levantó a resolver un ejercicio de integrales definidas. Dio cuatro pasos y se desmayó. Esta vez la caída fue apática, sin rudeza, fatigada. Primero se le doblaron las rodillas, después cedió la cadera y, cuando ya estaba sentado en el suelo, el tronco se inclinó a un lado, como si tuviese sueño, y su cabeza quedó tendida sobre el brazo izquierdo.

Así comenzaba el relato. En el último párrafo, después de vicisitudes del todo inesperadas, Nacho se encontraba en la sala de espera del hospital y pronunciaba la frase desalentada con la que se cerraba la terrible historia: "Solo era una broma, una broma estúpida con una puta silla". Envié el texto y no tardé en tener noticias del editor, sorprendido porque le habían dicho que yo podría escribir un texto divertido. "Para mí no es un problema que sea un drama", admitía, pero se temía que a la empresa que diseñaba las sillas "no le va a encajar muy bien". Y lo podía entender, decía, porque mi texto iba en un libro de celebración de una empresa que tiene "un gran amor por las sillas". El pobre admitía no saber cómo defender la imagen negativa de ellas que se reflejaba en el relato. Ni ese final tan duro: "...una broma estúpida con una puta silla". Al final retiré la palabra "puta", sin la cual el texto seguía valiendo quinientos euros, y el relato se publicó sin problemas.