Blogue | Que parezca un accidente

A voces desde el balcón

Maruxa

POR MOMENTOS, EL PERSONAJE de Javier Gutiérrez en Vergüenza —la serie de Movistar+— resulta insoportable. Casi todo en él te deja mal cuerpo. Su lógica estropeada y sus reacciones torcidas e inexplicables. Su incompetencia social. Su incapacidad para interpretar correctamente hasta la más cotidiana de las situaciones y actuar en consecuencia. No es el típico antihéroe, no genera simpatías culpables en el espectador. Es un inepto, sin más. Un tipo tóxico. Alguien a quien apartarías de tu lado, probablemente de un manotazo. Como si fuera un moscardón.

Pero lo que más te desespera del personaje es lo involuntario de su conducta. Su comportamiento no es deliberado, ya que él no es consciente de su forma de ser. Ante cualquier imprevisto tiende a ofrecer la respuesta más inadecuada, pero él ignora su propia torpeza. Y resulta tan vergonzoso que molesta. Te descubres a ti mismo observando la escena a través de una rendija entre tus dedos, intentando no mirar la pantalla. Es una serie que te provoca la necesidad de no seguir viéndola. Te entran ganas de mandarla a la mierda, pero por puro morbo sigues hasta el final. Me parece una genialidad.

En realidad, todo eso que nos molesta del personaje de Javier Gutiérrez en Vergüenza es lo que nos molesta de nosotros mismos. En un grado muy inferior, todos somos un poco ese fulano. Todos metemos la pata de forma inconsciente alguna vez, por exceso o por defecto, y de forma automática intentamos arreglarlo huyendo hacia adelante. Quedando mal. Incluso provocando cierta vergüenza ajena. Es algo que nos ha pasado a cualquiera de nosotros, en mayor o menor medida. Y al contemplar la vida de ese tipo inepto y bochornoso que protagoniza la serie, es normal que sintamos rechazo. Porque lo que subyace a esa conducta es un reflejo de cómo nos hemos percibido a nosotros mismos en algún momento concreto.

Hay un concepto en psicología que explica esta forma de proceder. Se denomina mecanismo de proyección. A veces nuestra percepción cree identificar en el comportamiento de otra persona una intención, una motivación o un sentimiento que en realidad es nuestro y que, por considerarlo inaceptable, somos incapaces de reconocer en nosotros mismos. Nos molesta la conducta o la actitud de otro porque nos coloca frente al espejo. Eso que tanto nos saca de quicio o tanto nos irrita tiene más que ver con nosotros que con los demás. Y en el fondo es natural que proyectemos en terceros nuestros propios conflictos. Forma parte de nuestro sistema de defensa. Nos mantiene en equilibrio. Pero conviene tener presente que nuestra mente funciona así, ya que es la única manera de conocernos a nosotros mismos y aprender de ello.

Durante esta pandemia hemos visto docenas de vídeos en las redes sociales en los que alguien, desde su ventana o su balcón, abronca a otra persona que está en la calle. A veces, alcanzando niveles de odio en el reproche que rayan en lo miserable o incluso lo superan. En algunas ocasiones, incluso teniendo que envainársela a continuación porque el presunto infractor tiene motivos justificados para saltarse el confinamiento. Habrá muchos que increpen a los peatones porque están asustados, temen por su salud y no están dispuestos a consentir que nada, incluso lo inevitable, agrave la situación. Es comprensible. Creo que hay mejores formas de reaccionar que salir a dar voces a un balcón, pero es comprensible. El miedo es el más desatinado de los consejeros.

Pero estoy convencido de que, en muchos otros casos, el motivo por el que algunos vecinos salen a berrear a la ventana es porque, inconscientemente, han dado por hecho que esos peatones son unos listillos. Unos espabilados que se están saltando las reglas alegremente y están haciendo lo que ellos, encerrados tras sus balcones, no pueden hacer. Y lo han dado por hecho porque su mecanismo de proyección se ha activado. Porque lo que nos molesta de los demás es lo que nos molesta de nosotros mismos. Porque han creído ver en esas personas una motivación insolidaria que, en realidad, es la suya. La de quienes se saltan las normas "un poquito" siempre que pueden. Porque total, qué más da, no estoy haciendo daño a nadie, más pillos son otros. Aunque esto no la reconocerán jamás, porque esa falta de consideración es una cualidad que consideran inaceptable. Y por eso solo la ven en los demás.

Estaría bien que, para cuando finalice la cuarentena, todos hayamos aprendido algo de esta situación. Pero me temo que los listillos de toda la vida seguirán siendo los listillos de toda la vida. Hay cosas que nunca cambian. Y los demás seguiremos observándolos en silencio, como siempre, desde nuestro balcón.

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