Blogue | Que parezca un accidente

Cuando éramos felices

UN DÍA CUALQUIERA —como si eso fuese lo de menos— todo comenzó a despedazarse. A caer a trozos. Como esos bloques de hielo que de repente se resquebrajan y se desprenden de los glaciares. El mundo se rompió y todos nos refugiamos en casa. Se trataba de no quedar atrapado entre las grietas. De evitar ser arrastrado hacia las profundidades.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXADesde nuestras ventanas observábamos las calles en ruinas. El exterior nunca había estado tan lejos. Allí no había nadie ni se veía nada, salvo lo invisible. La primavera se acercaba y el paisaje era al mismo tiempo agradable y aterrador. Todo se volvió inhóspito e inseguro excepto nuestra casa. Sus paredes, de pronto, eran más gruesas, más resistentes. A este lado de la puerta estaba el único lugar en el que nos sentíamos a salvo.

Y poco a poco comenzamos a acostumbrarnos. Descubrimos cosas que antes no sabíamos. El confinamiento era denso y pesado al principio. Los días eran torpes. Pero las semanas fueron pasando y la rutina nos iba ofreciendo una cara cada vez más amable. Incluso cómoda. Una cuarentena —y todo lo que implica su existencia— es algo indeseable, pero a veces en la adversidad, como en los cielos cubiertos, asoman también algunos claros.

He sabido encontrarle la parte buena al confinamiento. La parte que lo alivia. Todas las mañanas, cuando hace sol, salgo al balcón con un café y asisto al despertar del barrio. Es algo para lo que antes no tenía tiempo. Me resulta muy agradable comenzar a escuchar los primeros sonidos del día en el resto de hogares. El alboroto en algunas cocinas, las risas de los niños, un par de persianas que se abren, el ruido de fondo de una vieja aspiradora. Me produce cierta sensación de comunidad. Te hace entender que todos estamos en el mismo barco.

En nuestra casa no suena el despertador. No hay urgencias ni compromisos. No hay que vestir a toda prisa a las niñas para llegar a tiempo a la guardería y al colegio. Se desayuna con calma. Se disfruta del periódico. Mi mujer no se ha marchado a las siete al trabajo. Yo no tengo que ir al estudio a hacer el programa de radio. Estamos todos aquí, durante todo el día. Es algo que antes o después echaré de menos.

No tengo la sensación de estar perdiéndome los primeros pasos de mis hijas. Crecen a nuestro lado, por momentos. Te despistas un segundo y Candela ya sabe gatear. Vuelves a mirar y Julia empieza a leer sílabas sueltas en alguno de sus cuentos. Durante el año es difícil que mi mujer esté en casa a mediodía. Ayer me comentaba lo mucho que le agrada pasar la hora de la siesta con las niñas.

Hemos aprovechado estas semanas para cocinar mejor. Para esforzarnos. Hasta que comenzó el confinamiento, disponer de tiempo para esforzarse era un lujo ocasional. Probamos recetas distintas, nos arriesgamos. A diario tenemos la posibilidad de pasar un rato muy placentero en la cocina. Abrimos un vino, charlamos sobre cualquier cosa, dejamos que Julia nos ayude a cocinar. Hay un momento para un vermú en el balcón, para reírnos con los amigos por videollamada. Pequeños instantes cotidianos de felicidad.

Son muchas las cosas buenas que nos ha traído el confinamiento y casi todas tienen que ver con tener más tiempo. Un tiempo lento y tranquilo, sin agobios. Esta situación me ha permitido dedicar más horas a escribir, estoy terminando la nueva novela, he recuperado hábitos de ejercicio diario que se habían ido diluyendo entre las prisas y las obligaciones. A veces pienso que, de una forma extraña, podría estar sufriendo algo parecido a un síndrome de Estocolmo con el confinamiento. Como si lo bueno se hubiese impuesto sobre lo malo. Como si ya no me importase continuar encerrado unos cuantos meses más.

Pero entonces pienso en todo lo que no he tenido durante estas últimas semanas. Pienso en quedar con mis amigos para tomar unas cervezas en una terraza. Pienso en salir a cenar un sábado por la noche. Pienso en viajar. Pienso en la playa y en el mar. Pienso en ir a ver al resto de mi familia, en tenerlos cerca. Pienso en las sobremesas en nuestro restaurante de siempre. Pienso en salir con las niñas a jugar con tranquilidad. Pienso en el momento en el que el mundo vuelva a funcionar.

Y cuando lo haga, estaré deseando volver a formar parte de él. Con todas mis fuerzas. El confinamiento nos ha servido para aprender a disfrutar de algunas cosas que antes no sabíamos ver. Pero también para comprender el inmenso valor que tenían todas las que hemos perdido. A pesar de las prisas y de las obligaciones, a pesar de los despertadores, a pesar de las preocupaciones y los dolores de cabeza, a pesar de la falta de tiempo. De pronto, hemos descubierto que éramos felices. Y que la cosa merecía la pena.