Blogue | Que parezca un accidente

El crimen perfecto

El crimen perfecto. MARUXACUALQUIERA sabe que una de las cosas más arriesgadas que uno puede incluir en su vida es un escritor. Es algo de lo que Alfred Hitchcok ya tuvo la prudencia de advertirnos en el año 1954 con la película Crimen perfecto, cuya trama se construye en torno a la razonable idea de que la irrupción del novelista Mark Halliday en la vida de Margot Wendice termina, en resumidas cuentas, con el intento de asesinato de esta por parte de su marido y un antiguo compañero suyo de universidad. Mi recomendación es que, si considera usted que su vida se ha anquilosado y cree que precisa añadirle algo nuevo, mejor que sea un sombrero, un gatito o un locutor de radio. Cuánto más seguro y fiable es un locutor de radio que un escritor. Dónde va a parar.

Sobre la definición de crimen perfecto, curiosamente, no existe conformidad total entre los criminólogos. Tal vez, aunque sea de un modo inconsciente, a nadie le resulte sencillo obviar que hay algo abominable en intentar conjugar criminalidad y perfección. No obstante, si olvidamos el componente elogioso del adjetivo, creo que todos estaremos más o menos de acuerdo en que un crimen no solo es perfecto cuando no existe constancia del mismo, sino también cuando, resultando evidente que ha sido cometido, la identidad de su autor nunca deja de ser una incógnita.

Una vez vi la reconstrucción de un crimen (casi) perfecto en un capítulo de CSI —que es como documentarse sobre la misión Apolo 11 con un programa de Iker Jiménez— cuya idea central consistía en que el puñal con el que la víctima era asesinada estaba hecho de hielo. Me pareció tan poético que incluso decidí ignorar el hecho de que habría docenas de maneras de demostrar que una persona ha apuñalado a otra a pesar de no encontrar jamás el cuchillo. Un ejemplo más serio de crimen (casi) perfecto fue el que intentó cometer David Swain en 1999 al retirarle a traición la máscara de buceo a su mujer, Shelley Tyre, hallándose ambos a veinticinco metros de profundidad en el Atlántico. El muy asesino por poco consigue salir indemne, pero una década después terminó encerrado en prisión.

Mi única experiencia real con la perfección delictiva se produjo hace un par de décadas, cuando me encontraba a punto de cumplir la mayoría de edad. En aquella época yo cursaba mis estudios de bachillerato —una manía como otra cualquiera— y había adquirido la costumbre de acudir al instituto todas las mañanas de lunes a viernes. Un buen día, poco después de acceder al recinto a primera hora, nada más comenzar la primera clase, el director envió a uno de los bedeles a buscarme. Al parecer, según me contaba aquel hombre que parecía llevarme de un brazo hasta el patíbulo a través de los pasillos, alguien había entrado en el centro la tarde anterior, más o menos al anochecer, y había hecho una pintada con un espray en uno de los blancos e impolutos muros de los soportales.

Tuve una experiencia real con la perfección delictiva

A juicio del director, el contenido literal de la pintada no dejaba espacio para la duda: había sido yo. Se produciría un juicio sumarísimo para guardar las apariencias pero mi ejecución era inminente. 

Cuál sería la sorpresa de aquel hombre cuando descubrió que mi indignación al contemplar la pintada —que se veía frontalmente desde la ventana de su despacho como si hubiese sido realizada en ese lugar a propósito— era la misma que la suya. Porque resultaba evidente que el autor de aquella tropelía no había sido yo. Es más, la situación era la contraria: yo era la víctima de un retorcido plan para imputarme un crimen que no había cometido. Si yo hubiese querido garabatear algo en una de las paredes del centro, le explicaba a mi buen director, lo último que habría hecho sería escribir aquello. Porque cualquiera que lo leyese creería desde el primer momento y sin ningún género de dudas que el responsable era yo. Y nadie que decidiese cometer semejante acto vandálico sería tan necio como para autoinculparse de ese modo. Quienquiera que fuese el autor de aquella pintada la hizo para que yo fuese injustamente acusado. Y lo había conseguido. Pero la única persona que, por su bien, jamás podría haber escrito aquello era precisamente yo. Una explicación que, por fortuna, sirvió para convencer a mi director de mi inocencia.

En la pintada, enorme y con letras mayúsculas, se podía leer un nombre: "MANUEL DE LORENZO".
Habría que ser idiota para entrar a hurtadillas en el instituto, disponer de unos segundos para escribir algo clandestinamente en una pared y que el contenido de la pintada no dejase ninguna duda sobre la identidad del autor. Sin embargo, lo cierto es que tampoco se llegó a averiguar nunca quién había sido el verdadero responsable de aquel atentado contra la pulcritud de las paredes del centro, por lo que, bien pensado, puede que en fondo sí se tratase del crimen perfecto.

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