Blogue | Que parezca un accidente

El miedo hace existir a la tarántula

NO TEMO A demasiadas cosas. No le tengo miedo a los bichos, a las alturas o a la oscuridad. No siento claustrofobia en los espacios cerrados ni tengo miedo a volar. Temo más al pasado, por si algún día se revuelve, que al futuro. Tampoco siento mucho respeto por el miedo racional ni me asusta lo intangible, como la fiebre a Umbral —aquello era comprensible; casi inevitable—.

No creo que la segregación de adrenalina o el aumento de la tensión arterial sirvan de mucho cuando uno se halla atrapado en un ascensor. Tal vez el miedo no sea más que una reacción torpe y primitiva, ineficaz la inmensa mayoría de veces, que sólo sirva para poner tu cuerpo en tensión y armarte para la huida o el enfrentamiento. Puede que el miedo, en definitiva, sólo sea útil ante la perspectiva de la muerte. Con un depredador detrás, un enemigo a las puertas o un precipicio bajo nuestros pies. Es lo que se interpone entre la desgracia y la resignación. Lo que te prepara para luchar por tu vida. Por eso a veces, dada la concreción de su utilidad, me da cierto reparo reconocer el pánico que siento, tan profundo y paralizante, cada vez que escucho el sonido más espantoso del mundo: el del timbre de mi puerta.

Tal vez el miedo no sea más que una reacción torpe y primitiva


Cada vez que estoy en casa y suena el timbre, un escalofrío recorre mi espina dorsal como un relámpago, llegando a hacer volar hacia atrás mi sombrero si alguna vez llevase sombrero. Me encuentre donde me encuentre, procuro quedarme muy quieto y sin hacer ruido, como los protagonistas de Parque Jurásico frente al Tyrannosaurus rex. Contengo la respiración y aguzo el oído tratando de detectar algún sonido proveniente del exterior, y aguardo inmóvil hasta que escucho cómo el peligro se aleja en el ascensor.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAMe produce pavor. Ese momento incierto y quebradizo en el que de pronto alguien llama a la puerta de casa me despeina los nervios. Podría ser el vecino de abajo gritando que su casa se está inundando. O la vecina de arriba buscando a alguien que le arregle la caldera. O el presidente de la comunidad con algún problema burocrático. ¡Yo no sé solucionar nada de eso! Soy tan inútil que me gano la vida escribiendo. La última vez que abrí la puerta sin pensar resultó ser un fontanero que me pedía acceso a las bajantes del edificio. Lo escuché con atención, sonreí cortésmente, cerré la puerta de mi casa y salí corriendo.

Escribe Eduardo Lizalde en la segunda parte del poema Grande es el odio: "El miedo hace existir a la tarántula, / la vuelve cosa digna de respeto, / la embellece en su desgracia, / rasura sus horrores. / Qué sería de la tarántula, / pobre, / flor zoológica y triste, / si no pudiera ser ese tremendo / surtidor de miedo, / ese puño cortado / de un simio negro que enloquece de amor". Qué sería de la tarántula sin el temor. El miedo hace existir al timbre de mi puerta. Aunque suene a disparate, bastaría con no temerlo para dejar de tenerle miedo.

Hace poco le comentaba mi parecer a un psiquiatra que conocí durante una cena. Me dijo que me llamaría el lunes siguiente para seguir charlando del tema en su consulta. Ignoro si me llamó o no. Ese lunes recibí varias llamadas de números desconocidos. Tal vez el timbre de la puerta me produzca pánico, en efecto. Pero lo que siento ante un número de teléfono desconocido es verdadero terror.

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