Blogue | Que parezca un accidente

Para comer, Lugo

Captura LA VIDA está llena de tradiciones populares que nos acompañan discretamente, sin destacar demasiado. No tienen nada que ver con lo festivo o lo patronal ni forman parte del folclore protegido. Se trata de costumbres cotidianas pero colectivas, de tradiciones que son de todos y que llevan ahí desde siempre, sin llamar mucho la atención. Limitándose a hacernos compañía.

La mayoría de estas costumbres hunden sus raíces en la identidad misma de cada zona y su gastronomía. Como esa forma envidiable que tienen los ourensanos de reunirse en torno a una mesa en plena calle los domingos al mediodía, justo antes de la hora de comer, para compartir una botella de vino y un par de raciones de pulpo á feira. O el solemne protocolo de la sidra en Asturias, donde se bebe a culines, recién escanciada y casi con urgencia, para después arrojar el poso al suelo del bar. Alguien podría interpretar ese gesto como un despilfarro imperdonable, pero en realidad se debe a la propia consideración de la sidra como uno de los ejes vertebradores de la vida social: se bebe entre amigos, botella a botella y con un mismo vaso, de tal forma que al tirar el poso al suelo se limpia el lado del vaso por el que se ha bebido y así puede ser utilizado por el siguiente al que le toque beber. Hay tradiciones tan sencillas como impecables.

Cuando alguien de fuera de Galicia visita Ourense, suele extrañarse al descubrir que los domingos por la mañana las calles se llenan de pulpeiros y pulpeiras que cocinan y venden raciones de pulpo en cada esquina. Del mismo modo que yo me extrañé la primera vez que viajé a Oviedo y vi a la gente derramando la sidra por el suelo. Esa clase de tradiciones tan locales, tan pegadas a cada territorio, sólo se interiorizan y normalizan cuando uno pasa algún tiempo viviendo en la zona en cuestión. Recuerdo que al mudarme a Lugo en el año 2013 yo no tenía ni idea de por qué el lema turístico más conocido de la ciudad era "E para comer, Lugo". Podía suponer que allí se comía muy bien, como era previsible. Podía suponer que en su gastronomía se daban una serie de circunstancias que la hacían un poco diferente de la gastronomía de otros lugares de Galicia. Pero lo que jamás podía haber imaginado es que la oferta culinaria de la ciudad incluía una peculiaridad que había adquirido su propio peso específico como tradición: el tapeo.

Porque tapear, siempre se ha tapeado en todas partes, pero yo no había visto algo como aquello en mi vida. En alguna ocasión había escuchado que los pinchos de Lugo no tenían nada que ver con los de ningún otro lugar, pero siempre había dado por hecho que se trataba de una cuestión de calidad, no de cantidad. Resultó que se trataba de ambas cosas. No importaba qué día fueses a dar una vuelta y a tomar un par de vinos. Daba igual si era lunes, jueves, sábado o domingo. Daba igual si ibas a mediodía o a última hora de la tarde. Siempre volvías a casa perfectamente comido o cenado.

Comprendí el sistema el primer día, a la altura del segundo bar que pisé. Pidieses lo que pidieses, en Lugo siempre te ofrecían un pincho y una tapa gratis. El pincho era un bocado frío a elegir de entre un montón de posibilidades (empanada, tortilla, embutido, etcétera) y la tapa era un aperitivo caliente que también escogías tú mismo. Desde arroz con calamares a callos a la gallega, pasando por huevos fritos con patatas, carrilleras de cerdo, alitas de pollo y cualquier otro plato que uno se pudiese imaginar. A la altura del tercer bar ya no me quedaba duda alguna de por qué había tanta gente en las calles a todas horas. Incluso para desayunar te ofrecían un pincho y una tapa por el precio habitual de un café. Después de un par de semanas, comer o cenar de pinchos se había vuelto algo consustancial a vivir en Lugo. Quién no querría sumarse a semejante tradición.

El problema es que las costumbres de esa clase, inherentes a cada lugar, tienen un serio inconveniente: duran exactamente el tiempo que uno viva allí. Ahora se me hace raro estar un domingo por la mañana en alguna ciudad que no sea Ourense y no ver a un pulpeiro cada cincuenta metros, rodeado del correspondiente bullicio. Algo parecido a lo que le sucedió a mi mujer después de vivir en Asturias, cuando veía a la gente llenar sus vasos de sidra hasta arriba para después bebérselos poco a poco y hasta el final.

En mi caso, vivir en Lugo supuso la adquisición de una tradición fantástica y difícilmente comparable con la de ningún otro lugar, en lo que se refiere a comer o cenar de tapas. El lado malo es que hace algún tiempo que ya no vivo en Lugo. Y da lo mismo a donde me mude. Salir de casa para tomar algo a mediodía o por la tarde ya nunca será lo mismo. Y ahora a ver con qué otra tradición local lleno yo ese hueco. Maldito seas, Lugo.