Blogue | Que parezca un accidente

Todo el Nilo está en 'el Nilo'

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA
photo_camera Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA

EN EL INICIO de ‘El golem’, uno de los poemas más profundos y desconcertantes de Jorge Luis Borges, se contiene una interesante reflexión sobre la naturaleza del significado y el significante de las cosas. Un razonamiento para cuya exposición muchos filósofos del lenguaje han necesitado cientos de páginas a lo largo de docenas de tratados. Borges, sin embargo, elige concentrarlo en cuatro versos: "Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’".

El escritor argentino plantea así la posibilidad de que, en efecto, sean las cuatro letras que forman la palabra ‘rosa’ las evoquen sus pétalos, su color, sus espinas y su aroma. De que tal vez todo el Nilo, toda su longitud y su caudal, con sus orillas y sus peces y sus noches cálidas en verano, se encuentren en la palabra ‘Nilo’. Esta es la tesis que Crátilo defendía hace veinticinco siglos frente a Hermógenes, quien, por el contrario, solicitando la intervención de Sócrates, opinaba que la palabra no encierra la esencia de lo nombrado. Que no hay una combinación de letras idónea para designar lo húmedo; o lo descomunal; o para expresar el concepto ‘perro’ o ‘espontaneidad”’. Es Platón quien recoge la idea de Crátilo —lo hace en el diálogo homónimo— de que para cada cosa hay un nombre perfecto. Por su parte, Hermógenes sostiene que los nombres son solamente el fruto de la costumbre y de la convención: se le llama ‘árbol’ al árbol porque hemos acordado llamarlo ‘árbol’, no porque ‘árbol’ sea la forma natural —y, por lo tanto, ideal— de referirnos a un árbol.

Los siglos, la filosofía, el pensamiento científico y las proposiciones de Gottlob Frege, sobre todo, parecen haberle dado la razón a Hermógenes. Las cosas se llaman como hemos decidido entre todos que se llamen, no del modo que mejor recoge su esencia. De lo contrario, sería comprensible, por ejemplo, que el término inglés ‘constipated’ se refiriese a algo cercano a un resfriado y no al hecho de estar estreñido. De igual forma que en portugués un “presunto” es un jamón. El nombre de las cosas no es más que una convención social y, por consiguiente, tenemos que aceptar que, en algunos casos, como ocurre con muchas otras convenciones sociales, puede que no hayamos estado del todo acertados al tomar la decisión. O dicho de otro modo: que nos hayamos equivocado al bautizar.

A nadie habría que ponerle apodo si estuviese bien su nombre

Esa es la verdadera razón de la existencia de los apodos cariñosos, pero también de los motes malintencionados, de los términos genéricos, de los cosos, de los chismes y de los chirimbolos. Nada de eso sería necesario si aquello a que lo que se refieren hubiese sido bien nombrado. Nadie tendría que recurrir a una perífrasis como "eso que pasa rodando por el desierto en las películas del Oeste" si no hubiésemos llamado ‘estepicursor’ al chisme ese. A nadie habría que ponerle un apodo si su nombre estuviese bien, si fuese ajustado a la persona que lo lleva, a su personalidad, a su aspecto, a cada una de sus circunstancias. Si el nombre de uno es Evaristo pero todo el mundo lo llama “el chinchín” es que algo no cuadra. Hay matices en ‘el chinchín’ que definen mejor a Evaristo que ‘Evaristo’. El verdadero motivo por el que la gente se refiere a alguien por un apodo es porque esa palabra lo representa mejor. Todo lo que ya tiene un nombre adecuado, como ‘sacacorchos’, ‘aguacero’ o ‘Tom Hanks’, no precisa ser renombrado.

Y si ha de serlo, siguiendo la explicación que ofrece Julio Cortázar en el relato ‘Etiqueta y prelaciones’, contenido en ‘Historias de cronopios y de famas’, no se debe perder de vista que incluso el nombre de repuesto debe ser asignado con exactitud, para evitar así nuevos apodos que subsanen la deficiencia: "Como ejemplo del cuidado que tenemos en estas cosas bastará citar el caso de mi tía la segunda. Visiblemente dotada de un trasero de imponentes dimensiones, jamás nos hubiéramos permitido ceder a la fácil tentación de los sobrenombres habituales; así, en vez de darle el apodo brutal de Ánfora Etrusca, estuvimos de acuerdo en el más decente y familiar de La Culona".

Puede que, bien mirado, no anduviese tan desencaminado Crátilo. Si no existiese un nombre idóneo, un término perfecto para designar cada cosa, no sabríamos que nuestra convención social es fallida. Que nos hemos equivocado al nombrar. Si a veces encontramos una forma mejor de referirnos a algo o alguien es porque esa nueva forma se acerca más a la idoneidad. Encierra mejor su esencia. Tal vez por eso siempre he pensado que hay algo en ‘rosa’ que es de ese color y que huele como la propia flor. En el fondo, es agradable pensar que todo el Nilo está en ‘el Nilo’.

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