Blogue | Que parezca un accidente

El verdadero placer de conducir

HACE ALGUNOS años, coincidiendo más o menos con la época en la que comenzaba a dedicarme profesionalmente a escribir, yo tenía una bodega. También un restaurante. Y un grupo de música. Siempre me ha hecho feliz acumular cosas inconexas, formando un orden difuso e incoherente. Es algo que me ocurre especialmente con las ocupaciones laborales, con los principios éticos y con los calcetines.

En aquel entonces viajaba a menudo entre Ourense y Lugo por asuntos de la bodega, ya se tratase de visitas a distribuidores, la celebración de eventos, la organización de catas, etcétera. Poco tiempo después me mudé a Lugo y la frecuencia de aquellos desplazamientos aumentó: las instalaciones de la bodega seguían estando en Ourense. Me pasaba la semana recorriendo el este de Galicia de sur a norte y de norte a sur. Tanto que, en ocasiones, sobre todo en mitad de la noche, incluso llegaba a olvidar hacia cuál de los dos destinos me estaba dirigiendo.

En cierta medida, mi hogar era la N-540. Todavía no se había construido el corredor entre Lugo y Monforte, así que el camino más corto entre las dos ciudades en las que transcurría mi vida era aquella colección enmarañada de baches y curvas mal asfaltadas que, colocadas una tras otra, conformaban —milagrosamente— una carretera nacional. Hasta tal punto estaba acostumbrado a ellas que, si hacía buen tiempo, era capaz de recorrerlas a ciegas. Como quien va al cuarto de baño a oscuras en su casa a las cuatro de la mañana.

A veces incluso me abstraía del trazado, enfrascado en los pensamientos inútiles que por lo general inundan mi cabeza, y cuando me daba cuenta había llegado a mi destino sin haber sido consciente de las tareas propias de la conducción. No recordaba haber girado en aquel desvío. No recordaba haber cambiado de marcha. No recordaba haber cruzado aquel pueblo. Era como viajar en el tiempo. En un momento dado estaba saliendo de Ourense y de pronto, como por arte de magia, me encontraba en Lugo. Si me hubiesen acusado de echar cabezaditas durante los viajes, no podría haber garantizado que no fuese así.

La nacional 540 se convirtió en la carretera que más veces he transitado en mi vida. Cada vez que la recorría era al mismo tiempo todas las veces que lo había hecho antes. Podía haber más o menos vehículos, señales que la semana anterior no estaban, obstáculos en el asfalto, incluso tramos en obras, pero daba lo mismo: siempre era el mismo viaje, una y otra vez. A veces tenía la sensación de cruzarme conmigo mismo en sentido contrario, volviendo de Lugo o de Ourense en alguna otra ocasión. Quizá era yo mismo unos días antes. O lo sería unos días después. Puede que incluso llegase a adelantarme alguna noche, sin saber que era yo mismo a quien estaba dejando atrás.

Con el clima en calma, era capaz de recorrer la N-540 sin percibirla siquiera. Subido al coche, siguiendo el itinerario correcto, pero desde algún otro lugar. El problema era cuando hacía mal tiempo. Algo que, tratándose de Galicia, podría parecer que ocurría tres cuartas partes del año, pero yo me refiero a mal tiempo de verdad. En esos casos no te quedaba más reme - dio que abrir bien los ojos y agarrarte al volante como si el resto del coche pudiese desplomarse en cualquier momento bajo tus pies.

Había días tan oscuros que parecían noches, en los que llovía intensamente y de lado, la niebla era una masa opaca y el viento soplaba tan fuerte que arrastraba sobre el asfalto todas las ramas rotas, los pedruscos y los malos augurios que había en los alrededores. El estado de la carretera era lamentable, apenas se distinguían las líneas que separaban los carriles y, por efecto del agua, no había diferencia entre el firme y lo que quedaba fuera de él. Las luces de los coches se entremezclaban y te cegaban. Y todo ello sobre un sinfín de baches y curvas que convertían aquella carretera en una trampa mortal.

Y por eso aquellos eran los mejores días. Porque ahora todo es automático. Y cómodo. Y seguro. Todas las carreteras, por aburrimiento, acaban convirtiéndose en la N-540 con buen tiempo. El cristal del coche no se empaña. Si hay irregularidades en el pavimento se activa el control de tracción. Las nuevas vías son de altas prestaciones. Algunos coches hasta reducen solos la velocidad. O te avisan si te sales del trazado. Apenas hay riesgo de sufrir un accidente letal.

Cómo echo de menos aquellas tardes en las que no sabías si llegarías a casa con vida. Cuando la N540 te obligaba a conducir en tensión y al bajarte del coche sentías que habías esquivado a la muerte. Que acababas de renacer. Aquella sí era una experiencia auténtica. El verdadero placer de conducir. Qué poco emocionantes resultan los avances en materia de seguridad vial. Salvarán a mucha gente, de acuerdo, pero nada más. No sé a quién puede compensar tal cosa.

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