Blogue | El portalón

Dame verdades

Qué tristeza las mentiras de la cortesía obligada y qué pena callar porque se duda de la permanencia de un sentimiento

ESTE VERANO de nuestro descontento he procurado recrearme en las cosas pequeñas. Y lo he hecho sin leer ningún libro de esos que te recuerdan las evidencias, sino de motu proprio. Al regresar al trabajo en agosto se me olvidó un poco ese espíritu medio yogui con el que iba por el mundo y volví a mi ser, pero antes, ay antes, cuánto observé el canto de los pájaros, la luz entre las hojas, los reflejos en el agua. Las cosas pequeñas son todas esas que se disfrutan cuando ya tienes las grandes. Es difícil recrearse con el sonido de un arroyo si se te acaba el paro. 

Para acompañar todo ese pastiche mindfulness gusté de apostillar cada experiencia con una certificación verbal. Lo hago a menudo, no solo este verano. Repito mucho "qué bien esto", "qué buena idea", "qué bien lo hemos pasado", "esto está buenísimo ". No sé si pretendo confirmar, convencer, cerciorarme o alertar a los demás, recordarles que lo que está pasando es bueno, no vayan a dejar de percatarse. Pero lo hago y lo vuelvo a hacer. Saco la lengua imaginaria, chupeteo el sello de mi frase hecha, se lo pego a la experiencia y la mando así al recuerdo. Al mío, al tuyo, al nuestro. Quedamos todos en que nos lo hemos pasado genial, que qué delicia el primer sorbo de cerveza y cómo son los gorgoritos de aquel pájaro.

Quizás sea una ridiculez pero hay cosas peores. Las mentiras que se dicen todos los días, las mentiras consolidadas, muros maestros sosteniendo tantas conversaciones, son las que me parten el corazón. "Qué alegría verte, estaba pensando en ti, espero que nos veamos pronto, hay que quedar cuanto antes". Pero qué digo que decís, qué me decís.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MXLas mentiras sujetando charlas insustanciales, la cortesía obligada y el intercambio forzoso son solo resortes. Tu interlocutor dice algo que dispara el tuyo, le devuelves la frase hecha que sabes que toca, que a su vez es el interruptor para la siguiente, para el turno del otro. En esos casos la conversación efectiva es la cortés, no es preciso comunicar nada salvo que se conocen y cumplen las normas. Esas mentiras no son las piadosas, no hay piedad en ellas, solo un vacío.

Creo que en el confinamiento estas desaparecieron. Andaba la gente diciéndose las verdades a la cara. A la cara a través de la videollamada. Era el miedo que nos pela como mandarinas y nos deja descarnados, confesándonos, porque entre lo que más tememos está que nos queden cosas por decir y ahí sentíamos una urgencia. Pero pasaron las semanas, la confusión de la desescalada y ya hemos vuelto a quedar imaginariamente con gente a la que nunca veremos salvo por casualidad.

Así que este verano ha sido básicamente eso: una pelea dialéctica entre la apreciación de lo real y la frase hecha y mentirosa. Tengo claro quien quiero que gane esa guerra. Mi aspiración es no decir las cosas que no son y decir las cosas que son.

Esa es otra dificultad añadida, la verdad, porque si resulta bien triste el cliché conversacional no te digo nada del callarse. Qué pena tan grande no decir lo que quieres decir a quien se lo quieres decir en el preciso instante en que lo sientes, que puedan más las implicaciones que el deseo, que dudes de la permanencia de ese sentimiento. Que nos puede el cinismo lo prueba precisamente eso, el nadar y guardar la ropa de la conversación.

Yo quiero verdades. Darlas y recibirlas, que ya somos mayorcitos y en una pandemia no estamos para andar perdiendo el tiempo.