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El grupo del bus

Socializar, también con naderías, hace comunidad y da sentido de pertenencia

DE LAS COSAS fantásticas que hacen los niños, la que más me impresiona es cuando en un parque cualquiera, una tarde cualquiera, se acercan a otro, le preguntan si quiere ser su amigo, este dice sí y, desde ese momento, así se consideran. Bravo y bravo. Después, claro, no pueden irse a merendar, cenar, lavarse las manos porque están con ‘su amigo’. No pueden dejar de optar a una lesión neurológica tirándose del tobogán cabeza abajo porque también lo hace ‘su amigo’. Más vale volver al día siguiente al mismo parque cualquiera a ver si está ‘su amigo’. Un contrato es un contrato.

Una de mis primas más entusiastas pasó la infancia haciendo amigos en los parques a fuerza de cotorrear su vida entera. Les contaba a las otras niñas desde el columpio qué había comido, qué le había parecido, qué había hecho el día anterior, qué haría al siguiente. Un día apareció llorando y agarrándose el moflete izquierdo donde aparecían estampados los deditos de una mano infantil. Sin mediar palabra, su ‘amiga’, cansada del torrente de cháchara, le había arreado una bofetada, lo que Elena definió gráficamente como que le había "calentado la oreja".

Yo estoy más cerca de la niña abrumada por una conversación no solicitada que de la que le vale una respuesta afirmativa para sellar una amistad. A veces a mí también me gustaría calentarle literalmente la oreja a alguien, (según la descripción elenística), que a su vez me la calienta a mí, (metafóricamente) o a alguien de mis alrededores. Como a aquel señor de la fila de atrás que le decía a otro a gritos que Thomas Mann no estaba mal aunque ‘Los Buddenbrook’ estaba sobrevalorado. Me debato aquí entre el contundente calentamiento orejil o en extraer —como en ‘Annie Hall’ Woody Allen extraía a Marshall Macluhan de un cartel— a Mann de algún compartimento para que le puntualizara dos cositas.

Leo que Uber ha incluido un servicio de conductor silencioso, que se compromete a hacer el viaje sin charlar, una especie de vagón del silencio de Renfe pero reducido a tres metros cúbicos y solo con dos almas. No sé qué pensar. Por un lado, qué pereza pegar la hebra con absolutos desconocidos solo porque de forma azarosa coincides en un tiempo y espacio, en la paradójica quietud de un traslado: para ir a otro sitio no te puedes mover de dónde estás, de esa caja en tránsito.

Para una persona introvertida esa interacción forzada suele ser un suplicio. El intercambio de información es un aburrimiento, previsible, conversación de ascensor. Se considera charla cortés la que no se mete en saraos, la que no ofende ni inquieta a nadie, la que se olvida después de producirse. No tienes que cargar con ella todo el día y toda la noche, no cambia nada, no te mueve ni un pelo. Se va como el viento, es una exhalación; pesa exactamente la nada, tiene una consistencia aérea.ç

Pero es que socializar es eso, una nadería tras otra, un partidito de ping pong que no se sale del guión, nuestros brevísimos saludos corteses, los ‘parece que va a llover’, los ‘qué ganas de que llegue el buen tiempo’. Esas cosas hacen comunidad y dan cierto sentido de pertenencia, reconocen la existencia del otro y la disponibilidad de uno a hacerlo. Quiero decir que quizás no sea mucho pedir.

Como tiendo a no hacer lo que predico voy muchas veces en ascensor en incomodísimo silencio y en el transporte público pienso a menudo en lo raro que resulta todo ese hacer coditos con gente desconocida que qué sé yo qué vida tendrá, ni por qué estará Capturapasando, ni qué pensará de Mann. Me lo pregunto por dentro pero si en ese momento me dijeran algo los miraría horrorizados y dejaría caer un lacónico monosílabo a ver si lo pillan.

Al final mis interacciones se deben a la voluntad ajena, a la gente que da el paso porque yo no soy capaz, a las Elenas del mundo que cuentan de sí mismas algo más que sus deseos meteorológicos. En un avión me preguntó un señor por el libro que estaba leyendo y yo por el suyo. Enseguida me dijo que a veces sentía muchísima curiosidad por preguntar a alguien por su lectura pero nunca tenía claro si debía o no: si contestaba despreocupadamente podía dar lugar a una conversación interesante; si no, a un incómodo silencio que, en viajes largos, resultaba muy molesto. Últimamente se decidía más, animado por un logro reciente: su grupo del bus. Todas las mañanas se levantaba y cogía el bus para ir al trabajo en la misma esquina. Todas las mañanas, otras seis personas hacían lo mismo. Se saludaban brevemente, esperaban en cofradía silenciosa y se desperdigaban por los asientos libres sin saber más del uno del otro que, a la mañana siguiente, todos estarían ahí. Cuando uno faltaba y llegaba el bus el ambiente era de inquietud. ¿Estaría enfermo? ¿lo habría perdido y llegaría tarde al trabajo? ¿habría sido despedido? Un día, uno dijo algo del tiempo, otro algo del tráfico; otro, una queja del Ayuntamiento. Ahora tenían un grupo del bus y se avisaban por whatsapp cuando no iban a cogerlo para que el resto no se inquietase con la subida del paro. Una vez al año hacían una comida, cada día comentaban las noticias y uno de sus miembros se animaba a preguntar por las lecturas ajenas en los aviones.

Gracias Elenas, por ser como sois.

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