Blogue | El portalón

Apreciación provinciana

Paseo cada mañana por las mismas calles, veo las mismas escenas

Todos los días, temprano, salgo a pasear con Soltero con Gato. Yo quisiera salir a caminar briosamente, como esa gente que veo adelantándonos con decisión, que parece que van a sitios, pero lo que hacemos es arrastrar los pies, mirar los vencejos, quejarnos de que justo ese día estamos cansados y desistir rápido para ir a tomar un café. Me encantan esos paseos. No aportan ninguna ventaja del ejercicio, pero sí una dosis de apreciación provinciana que me viene muy bien en estos momentos en los que la provincia es lo que hay.

Sin nombreEn mi caso, la provincia es también lo que suele haber. No llevo una vida frenética de viajes de trabajo. Me muevo más por ocio que por negocio. Pero el provincianismo se valora más ahora, en esos paseos, cuando cada mañana observo un paisaje casi estático y en ese ‘casi’ está el meollo. Es esa imperceptibilidad del cambio, las pinceladitas modificadas de la misma escena de ayer, el juego de las siete diferencias a diario lo que me alimenta ahora.

Cuando Manu Leguineche se compró una casa en La Alcarria le dio por pensar si la vida de pueblo le aletargaría y por acordarse de todos los escritores e intelectuales que volvieron a provincias y reflexionaron a su vez sobre los peligros del atocinamiento.

Siempre recuerdo lo mismo: que Unamuno escribió a un amigo para pedirle que, si a los dos años de vivir en Salamanca, se enteraba de que jugaba una partida de cartas cada tarde, daba vueltas a la plaza dos horas al día y se echaba la siesta, lo diese definitivamente por perdido.

He seguido el diario de confinamiento de Aloma Rodríguez y así me entero de que deja Madrid y se vuelve con su familia a Zaragoza. En una de las entregas piensa si con su marcha eludirá, al fin, ese fenómeno de ansiedad por no quedarse atrás. "Que te guste lo que tiene que gustarte, llegar a todo antes, y si no se puede, con más intensidad", describe. Es consciente de que no es algo exclusivo de Madrid. Creo que ahora, más que pasar en la capital, pasa en internet.

Me encantan las ciudades grandes. Algo tienen, como unas corrientes energéticas invisibles que se crean de la acumulación de vida, de la certeza de que hay gente haciendo cosas. Aunque no sepas qué cosas y no sepas qué gente, algo te toca por el mero hecho de estar en ellas. Es cierto que esto solo vale para aquellos que llegan a fin de mes. Al resto, esas descargas no les afectan; no reciben energía, se les sustrae; no se movilizan sino que se agotan.

Para los que tienen ese flanco cubierto no comparto eso de que qué más da vivir en una ciudad con gran oferta cultural si no se puede disfrutar de toda, ni siquiera de la mayoría. No da igual, siempre te roza. Parece que estoy defendiendo el disfrute cultural por ósmosis, que te puedas beneficiar de que tu vecino vaya a a la nueva exposición del Prado solo porque compartís descansillo. Pues un poco sí.

Pero también tienen lo otro, las pretensiones de los ‘pioneros’, los que se afanan en el descubrimiento no por su temblor sino por pavonearse, esa búsqueda incesante de lo nuevo, aunque muchas veces lo nuevo —tú ya lo intuyes— sea basura. La provincia te protege un poco de esos pecados, o los suaviza, te retira de lo inmediatamente ‘cool’. Ofrece la certeza de que otros descubren antes que tú y puedes dedicarte a destilar esencias más duraderas. O a vaguear, a eso también. A veces pienso si a provincias no vienen las tendencias a morir y yo las veo llegar, ya agotadas de tanto recorrido que han hecho, mientras piso una y otra vez las mismas calles, ligera, camino de cosas que duran tanto.