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En busca de la balanza justa

CONOZCO A gente que, por no moverse, deja de conocer, deja de comprender, deja de pensar. Todos los días veo a gente, que no conozco, que debe trasladarse, obligatoriamente, de un lugar a otro, de una tierra a otra, de un mar a otro, porque la opción de quedarse resulta inenarrable. Habría que buscar un equilibrio ¿no creen? Porque los que se quedan pierden —aunque no sea la vida, sí sus misterios, sus deslumbramientos, sus profundidades— y los que se van pierden —no solo y sí muchos, la vida, sino también, la esperanza, la felicidad, la confianza, el futuro—. La balanza de la historia jamás se mantiene en el sitio justo.

Unos no quieren recordar, porque la memoria pesa y es más cómodo ir ligero por un mundo que se circunscribe a los lugares privilegiados. Esos hitos puestos por ellos mismos que señalan claramente dónde está su lugar y dónde el de los otros, para no mezclarse, por si acaso. A los demás no es que les guste el fardo que llevan, es que no les queda otro remedio que doblarse la espalda con él.

Después hay un inmensa mayoría que no sabe no contesta, no quiere, no puede, no le apetece, no mira, no se levanta, no ahora, que no es el momento. Que las vacaciones están para disfrutar, achicharrarse al sol, comer y beber para luego, ya bien servidos, hacer un poco de balconing y estamparse por un impulso mal calculado. No digo que haya que coartar la libertad de cada uno, al fin y al cabo, quién no va a sentirse atraído por la aventura de lanzarse por los balcones de los hoteles. Dentro de poco va a ponerse en marcha una lista de espera que, seguramente, funcionará online, te registras y te pones a la cola. Habrá una aplicación que te podrás instalar y que se encargará de avisarte cuando llegue tu turno, para que vayas preparando el modelo de lanzamiento. Será divertido, ya verán.

Hay una manera de leer la historia, de contar la historia y, también, de vivir la historia. Adam Zagajewski, poeta polaco a quien leo mientras me paseo por su país, cuenta su vida de estudiante en Cracovia, cómo era en aquella época, cómo la vivía y cómo la va reflexionando a medida que la escribe. Habla de personas, de lugares, de ideologías, de lo suyo y lo del resto, que no deja de ser, lo suyo y lo de todos, con esas particularidades que, si se saben aprovechar, llegan a ser siempre universales. O sea, que yo lo leo, y piso las calles que pisó y lo recuerdo a él haciendo lo propio y me recuerdo a mí pisando las calles que, de algún modo, son mías o lo fueron, en algún momento. Son circuitos de memoria que se retroalimentan constantemente y que nos hacen ser conscientes de más cosas. Como si estuviéramos más despiertos. O más vivos.

El aburrimiento es una bacteria peligrosa. No siempre podemos librarnos de ella, a veces nos ataca de manera inevitable. Sin embargo, no la combatimos con el suficiente empeño. No le damos tanta importancia, nos parece que aburrirse nos es tan malo. Y tampoco lo es, tanto, siempre que sea un estado temporal, que no le dé tiempo a la bacteria a hospedarse en nuestro organismo y expandirse por todos los rincones. Si dejamos que eso ocurra, de la pereza de ponerse a pensar en algo pasamos rápidamente a pensar en cosas más bien tontas y cada vez más ridículas. De la constatación siguiente: piscina abajo, balcón arriba, luego, tirarse; distan abismos. De la existencia de vistas espectaculares a hacerse un selfie en los bordes de todos los barrancos hay más, detrás, que el paso final hacia la muerte.

Solo digo. Que la balanza de la historia nunca es justa ni se mantiene estable y que, en ocasiones, los momentos tremendos de la humanidad se olvidan o se dejan a otros para centrarse en lo fácil y también en lo inverosímil. Es la bacteria, que ataca. Que devora. Que aniquila. El aburrimiento como arma para no pensar.

¿Existe algún modo de combinar el disfrute con la reflexión, la historia con el descanso, la memoria con la alegría? Yo creo que sí. Es ese resorte que despierta la curiosidad permanente por el ser humano. Yo creo que sí. Y eso que acabo de pisar Auschwitz.
 

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