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Cuestión de azar

Convivencia de público y privado, competencias disgregadas e ingresos suculentos complican una regulación del juego

LA CRECIENTE POLÉMICA alrededor del juego es el enésimo ejemplo de como la sociedad va por delante de sus representantes públicos, obligados cada vez con más frecuencia a cambiar el paso por la presión ciudadana. Se trata de una actividad con enorme arraigo social en España, con la complejidad que implica la convivencia de empresas públicas y privadas en el mismo corral y sometido a una brutal transformación en los últimos años fruto de la revolución tecnológica, que modificó los hábitos de ocio. Con semejantes ingredientes, no es de extrañar que el cóctel se le esté indigestando a muchos.

La irrupción del juego online y las apuestas deportivas, unida a la invasión publicitaria, están disparando los casos de adicción al juego, que preocupan de forma especial cuando se trata de menores. Las casas y salones de apuestas y juego se fueron extendiendo con el silencio cómplice de la Administración —las empresas buscan barrios populosos, que muchas veces coinciden con los menos favorecidos económicamente— hasta que, una vez más, fueron los ciudadanos los que dijeron basta. Asociaciones de vecinos, colectivos de padres, plataformas sociales y sanitarias... Todos dieron la señal de alarma ante un problema cuya solución es exclusivamente política.

→ La doble titularidad

El primer factor que complica la solución es el de la convivencia de dos operadores diferenciados en el mismo sector: el juego privado y el público. El primero son las empresas que gestionan casinos, tragaperras o portales de apuesta online, mientras que el segundo lo conforman básicamente la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas del Estado (Selae) y la Organización Nacional de Ciegos (Once), que todavía conservan hoy la mitad del pastel. Como ocurrió en su día con el mercado de las televisiones o las radios, la existencia de competencia directa por el dinero entre lo público y lo privado genera fricción, ya que las condiciones para unos y otros nunca son iguales.

→ El reparto de competencias

Directamente derivado de lo anterior, la gestión de esa realidad pública y privada complica la posibilidad de dar una salida integral al problema, porque las competencias no están unificadas. El Estado se ocupa del juego público, pero también de la totalidad del juego online, mientras que para las comunidades queda el ámbito presencial del sector privado. Esto genera desequilibrios y diferentes legislaciones entre territorios. Además, el Gobierno también se ocupa de la publicidad del juego. ¿Por qué no endurece entonces sus controles? Porque también implicaría hacerlo para la Once y Selae, cuyos anuncios de premios millonarios y promesas de vidas felices son tan o más agresivos que los de las modernas apuestas online.

→ Ingresos fáciles para el estado

El verdadero núcleo del problema es que el Estado es, en su condición de empresario del juego a través de Selae y Once, juez y parte. Las loterías y quinielas públicas, junto a la Once, le reportan unos 2.500 millones anuales de ingresos, siendo Selae una de las pocas sociedades públicas rentables. El juego privado le aporta al erario público más de 1.500 millones. Este nivel de ingresos explicaría la tibieza con al que hasta ahora siempre se trató una actividad que mueve más de 40.000 millones anuales, representa casi el 1% del PIB y genera más de 250.000 empleos directos e indirectos.

→ Una legislación a medias

El juego se regula en España con una ley del año 2011, creada precisamente para hacer frente a las nuevas plataformas online. Pero buena parte del texto legal sigue hoy sin desarrollar, por ejemplo en lo relativo a la publicidad. La Xunta, por su parte, trabaja dentro de sus competencias para actualizar la Lei do Xogo de 1985 y prevé aplicar restricciones al acceso de menores o la distancia de salones a colegios y parques. En cualquier caso, se trata siempre de pasos tímidos.

Así que si uno tiene un menor y no quiere que se sienta atraído por el juego, lo mejor es aplicar pedagogía en casa, porque posiblemente nadie le pida jamás el carné para venderle un cupón de la Once ni para echar una apuesta en un bar. Por paradójico que resulte, que un joven acabe enganchado al juego es hoy una simple cuestión de azar.