Blogue | Ciudad de Dios

Deporte y un puzzle

Eo

LA ÚLTIMA VEZ que intenté practicar algo parecido al deporte —antes del confinamiento, claro— rompí una lámpara que no era mía. "¿Por qué?¡", se preguntarán ustedes. "Pues por la emoción", responderé yo. Eso y que me encontraba en el piso de un amigo, descubrí unas mancuernas medio escondidas bajo un montón de revistas y, error garrafal, me creí Jane Fonda. Aquella tulipa estalló en tantos pedacitos por el impacto salvaje del hierro que mi amigo todavía me llama los días de limpieza para explicar que se ha topado con un nuevo filón, improvisado minero en su propia casa por culpa de mis complejos. Antes de esto, por cierto, ya había abandonado yo la sanísima costumbre de salir a caminar por vergüenza torera, incapaz de superar un ridículo del que nunca he hablado antes con nadie y necesito expiar de alguna manera.

Todo empezó una mañana muy temprano, con el sol todavía desperezándose. Me comí un plátano acompañado de un vaso de leche y pasé a la fase de preparación de la actividad: ducha, disfraz y estiramientos. Llamo disfraz a la acción de ponerse la ropa de deporte porque yo, en chándal y con zapatillas, siempre me he sentido un estafador, un impostor de esos que venden crecepelos en carretas de dos ejes con acento ruso o polaco. En realidad, mi ropa deportiva no es más que un quiero y no puedo, un sí pero no, un triste disimular. Suelo -o solía, más bien- llevar una vieja sudadera de la banda AC/DC con brilli brillis, que ya me dirán ustedes si puede haber prenda más incongruente en el mundo, y un pantalón corto dos tallás más grandes de la necesaria, muy al estilo de los jugadores de baloncesto. En verano solía cambiar la sudadera por una camiseta Nike que me compré en tres colores diferentes pero en invierno optaba por el abrigo de unas mayas bajo el pantalón. Aquello, no nos engañemos, me daba un aspecto bastante patético pero a mí me gustaba la idea del columnista outsider que sale a hacer deporte sin darse importancia, poniéndose lo primero que encuentra por casa porque su vida es el rock, la bohemia y molar sin pretensión de molar: cosas de imbécil, no lo entenderían.

Casi doce kilómetros me apreté aquel día, lo sé porque me dio tiempo a escuchar tres veces el mismo disco de los Artic Monkeys y yo, las distancias, las sigo midiendo en canciones. Y entonces sucedió lo improbable, lo inesperado: regresaba a casa, bordeando el estadio de Pasarón, cuando en la distancia vi aparecer a Alfonso Rueda, vicepresidente de la Xunta de Galicia, corriendo a buen ritmo: nada de trote cochinero ni estertores de recién divorciado, no... ¡Parecía un keniata, qué sé yo! Uno de esos corredores altos y estilizados que tanto abundan en el Valle del Riff y tan poco en la política, más acostumbrada a la panza que a las piernas fibrosas y sensuales de Rueda. Me dio tanta vergüenza cruzarme con él, que me viera en aquel estado tan lamentable y con aquella ropa que me aparte de mi recorrido habitual y busqué refugio tras unos setos, en un parque infantil cercano: suerte que no había niños presentes ni apareció la policía, esa es otra. Todavía dejé pasar unos minutos tras verlo avanzar tan campante y la decisión no pudo resultar más catastrófica. Como era de esperar, la musculatura -o el sucedáneo de ella- se me enfrió y llegué a casa con unas rampas tan dolorosas que juré, como Escarlata O'Hara pero frente a un ficus, que nunca más volvería a hacer deporte.

Esta semana lo he vuelto a intentar, arrastrado por esa corriente de opinión que aconseja no dejarse llevar por el abatimiento. Mi amiga Natalia Junquera se compró unas mancuernas de 1 kg y está haciendo zumba casero -no sabe cocinar ni un huevo frito, la pobre- apoyada por dos profesores virtuales de apellido sugerente, tipo Guevara o algo por el estilo. Manuel Jabois, al que yo siempre creí contrario a este tipo de prácticas, se ha comprado una bicicleta estática y parece ser que Juan Tallón corre en traje y corbata por el pasillo de casa. Yo no podía ser menos, así que me fui a la despensa, cogí dos paquetes de arroz a modo de pesas, y me puse a improvisar entrenamientos como Rocky antes de enfrentarse con Ivan Drago. Juro por dios que si hubiese tenido media vaca colgada de un gancho, como él en aquella película, la habría descongelado a trompadas. Lo que ocurrió, sin embargo, es que, en medio de una serie de sentadillas, me desequilibré como un bebé rollizo y fui a caer sobre una lámpara de mesa que se rompió en mil pedazos. Dicho esto, y como no hay mal que por bien no venga, por fin he encontrado una actividad adecuada para mi físico, al tiempo que entretenida: pegar los trozos de la dichosa lámpara como si fuera un puzzle, el otro deporte nacional en estos tiempos extraños de cuarentena.

Comentarios