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Envidias

TODAVÍA andaba yo perdiendo trompos por los caminos cuando mi madre se empeñó en llevarme de meigas por primera vez; de poco sirvieron las amenazas de mi padre que, dicho sea de paso, tampoco se ha caracterizado nunca por cumplirlas. Una tarde, supongo que por no abusar más de la cuenta, nos subimos al coche con la excusa de ir a la modista y una hora después ya guardábamos cola frente a aquella casa retorcida y lastimera, tan estropeada que hasta la noche parecía caer de puntillas sobre su tejado. "¿Y aquí vive la bruja?", pregunté un tanto decepcionado por el decorado. "No es una bruja", contestó ella tratando de suavizar mi rebuzno ante los otros pacientes. "Es una mujer que ayuda a la gente".

MARUXAAl parecer, la especialidad de la meiga en cuestión eran las envidias. Así lo explicaron un par de señoras que nos precedían en la fila y a las que mi madre, sin consultármelo, optó por dar conversación. Una, la más alta, relató varios episodios truculentos con vecinos y familiares de por medio mientras la otra, más achaparrada, asentía y se persignaba cada vez que se creía interpelada: "Es una santa", repetía entre cruz y cruz. Pasadas las nueve —lo deduje porque vi a Santiago Pemán en un pequeño televisor, dentro de la casa— llegó nuestro turno. Un chaval de más o menos mi edad, medio encorvado y paticojo, nos condujo hasta una salita de estar donde fuimos recibidos, al fin, por aquella mujer voluminosa rodeada de cirios, figuras de santos y ejemplares de la revista Pronto. "¡Ay, como vén este meniño, dios mío!", exclamó nada más verme entrar por la puerta.

Los días siguientes fueron —y no creo exagerar— los mejores de mi vida. No solo me habían convencido de que era una especie de Jim Jeffries, la gran esperanza blanca. Además, me sentía protegido contra el mal de ojo y otras tantas amenazas latentes gracias al sortilegio que aquella meiga, aquella santa del rural apoltronada sobre un sofá de escay, había ejecutado en mi frente con una cuchara de palo y la precisión de un mosquetero. "Esto no va a traer nada bueno", anticipó mi padre lo que todavía estaba por venir: un ojo a la virulé por llamarle muerto de hambre a uno de los gallitos de sexto. Y es que no hay nada como la primera hostia para desbaratar cualquier plan, ya lo decía Mike Tyson. Aquello fue como sentir en carne propia el derrumbe de un imperio efímero, el resonar de las balas en el piso de abajo mientras un zepelín cruza el horizonte burlándose de ti: "The world is yours" (el mundo es tuyo).

No sé si mi madre seguirá gastándose el dinero en protegerme de la envidia ajena pero lo que no ha conseguido, todavía, es alejarme de la propia. Me he pasado media vida codiciando las virtudes de los demás, preguntándome a qué meiga confiará sus dones esta gente para que no pueda yo arrebatárselos con solo mirar. Enumeraría cientos de cualidades o habilidades extrañas que desearía atesorar para mí solo, como un alquimista huraño, pero solo una tiene la capacidad de quitarme el sueño desde la adolescencia, quizás la más sencilla y estúpida de todas: el gusto por la cerveza. Yo lo intento. Lo he intentado desde siempre porque no hay bebida más perfecta y accesible, cálida y fresca, noble y proletaria al mismo tiempo, pero mi paladar es incapaz de tolerarla más allá de los primeros sorbos. "La cerveza es la prueba de que Dios nos ama», aseguraba Benjamin Franklin y no seré yo quien le lleve la contraria, pese a no creer en Dios ni gustarme la cerveza.

Hace unos años, el pesquero en el que faenaba mi vecino Sindito Márquez fue arrollado por otro barco cerca de las Illas Cíes. Sin apenas saber nadar —que es cualidad habitual entre los más grandes marinos—, presa del pánico y el desconcierto tras el brutal impacto, Sindo fue capaz de mantenerse a flote durante una agónica hora antes de ser rescatado. Ya lo trasladaban a tierra, con evidentes síntomas de hipotermia, cuando uno de los miembros de Salvamento Marítimo le preguntó si le apetecía beber algo. "Hombre, si pudiera ser una cerveciña", contestó. Puede que la historia no se ajuste del todo a la realidad pero él la cuenta así. Sea como fuere, cómo no envidiarlo.

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