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Ganar el Camba

Ganar el Camba. MARUXA
photo_camera Ganar el Camba. MARUXA

ME ALEGRÉ mucho al enterarme de que a nuestro Manuel de Lorenzo no le habían dado el Julio Camba. Así se lo hice saber en cuanto tuvimos la oportunidad de vernos, apenas unas horas después de la gala de entrega. "Me alegro mucho por ti, hermano", le dije mientras nos encendíamos un cigarrillo en la puerta de un lujoso y céntrico hotel de Madrid. Los columnistas gallegos hacemos mucho esto: reunirnos para fumar en la entrada de cualquier establecimiento lujoso de la capital, como si nos lo pudiésemos permitir, incluidos aquellos que no han tocado el tabaco en su vida. Allí pasamos la tarde echando humo por la boca, gesticulando, dándonos mucha importancia y saludando a los viandantes como si nos reconocieran. Eso hacemos hasta que algún empleado del hotel se encarga de espantarnos, por lo general, amenazando nuestra integridad física e intelectual con el palo de una escoba. "Gracias, Rafa. No me esperaba menos de ti", respondió él visiblemente agradecido. A fin de cuentas, conocidos que se alegren de tus triunfos los tiene cualquiera. Pero yo no sé si será ese el tipo de persona al que uno quiere llamar amigo. 

El año pasado, sin ir más lejos, el premio se lo llevó Ricardo. F. Colmenero, con el que también me une algo más que una buena amistad. Es como si en alguna otra vida hubiésemos sido novios, guardia civiles o campeones de Roland Garros en la modalidad de dobles mixtos... Algo así. El caso es que, como digo, el Camba se lo dieron a Ricardo y allí me planté yo con todo mi cinismo, dispuesto a abrazarlo y llenarlo de besos cuando lo que me apetecía, en realidad, era pegarme en la calle con su padre y, tal vez, también con su hijo. "¡Muy merecido, Ricardo. Muy merecido!", le gritaba yo para que me oyese todo el mundo, en especial unos miembros del jurado que por fuerza se vieron obligados a preguntar quién era semejante enajenado. "Un columnista del Diario de Pontevedra", dijo alguien. Aquello casi nos cuesta la muerte prematura de Alfredo Conde quien, al oír tal cosa, se atragantó peligrosamente con un canapé. Menos mal que uno está atento a todo y enseguida acudí en su auxilio. "¡Maestro, maestro!", le gritaba mientras golpeaba ese lomo formidable de autor consagrado con la palma de mano."¡Expulse, maestro. Expulse!". Fue todo un detalle por mi parte que, además, me dejaba a las puertas del galardón para la siguiente edición, de ahí la sorpresa generalizada al no ver mi nombre entre los tres finalistas de este año. 

"Sí que me pareció raro, sí", confirmaba Manuel en la puerta del Hotel Casa Suecia. Íbamos por el segundo paquete de tabaco y en nuestros rostros comenzaban a entremezclarse los signos comunes a la indignación y la hipotermia. Sin ir más lejos, es bien sabida mi larga relación con el banco que patrocina el galardón, al que debo dinero desde ya ni se sabe. "¿Pero les debes mucho o solo un poco?", me preguntaba él muy extrañado. "¡Muchísimo! Incluso tengo varias letras del último crédito sin atender", contestaba yo con cara de no entender nada. Si el propio Camba hubiese pasado por allí en aquel preciso momento se habría llevado las manos a la cabeza ante semejante injusticia, amén de haber compartido una buena parte de nuestro tabaco. Pero, al parecer, Don Julio está muerto y quienes premian en su nombre no valoran estas similitudes con su especial naturaleza de mal pagador. "Por curiosidad", prosiguió Manuel su interrogatorio. "¿Qué texto presentaste, si no es mucho preguntar?". Apenas treinta cigarrillos y habíamos dado con la clave del asunto. 

En mi vida habría imaginado que uno tiene que presentarse a los premios para que se los den, menuda cosa. Yo creía que esto funcionaba como en los Oscar, o incluso los Grammy, en los que una comisión se encarga de seleccionar candidatos para que, posteriormente, los vote un jurado bien marinado en bourbon y cocaína. Aquello explicaba, de un modo más o menos consistente, que la Academia del Camba hubiera pasado de mí incluso después de haber salvado la vida a Conde hace apenas un año, a ojos de todo el mundo: las normas son las normas y uno no debe saltárselas a la torera, aún a riesgo de quedar como un ingrato; resulta comprensible. Así las cosas, me despedí de Manuel. Ya no nos quedaba tabaco y se nos habían agotado los temas de conversación, al menos por mi parte. De camino a la pensión pensé en la posibilidad de presentarme o no el año que viene, en los pros y contras de terminar recibiendo un premio de estas características, de ligar mi nombre al de otros ilustres ganadores y compartir las mieles del éxito con tantos y tan buenos amigos de la profesión: a fin de cuenta, de eso sí estoy seguro, solo ellos lo iban a sentir más que yo.