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Jawohl

EN LA sala de espera del centro médico hay un cartel en el que se explican los derechos y deberes del paciente. No parece el tipo de lectura que uno elegiría como parte de sus últimas voluntades pero allí está, colgado de la pared con tiras de esparadrapo, dispuesto a explicarte cómo debe padecer el perfecto ciudadano mientras espera la vez. “Utilizar las instalaciones de forma adecuada”, advierte uno de ellos. Con mis antecedentes, empiezo a temer que moriré allí mismo, en flagrante incumplimiento de la normativa vigente. Entonces entrará en escena un enfermero cetrino, desagradable, que señalará con el dedo el punto tres del cartelón mientras mis padres, destrozados, dudarán sobre la conveniencia de reconocer – o no- el cadáver del hijo muerto. “Fulanito de tal”, escucho desde el otro lado de la puerta. Al fin un golpe de suerte: es mi turno.

Cuénteme, Rafael: ¿qué le pasa?”, pregunta ella tras saludar amabilísima e indicarme que tome asiento.maruxa Es nueva, pobre. Mi viejo médico de cabecera, el de toda la vida, no se andaría con tantos rodeos y atacaría directamente el problema: “¿muerte inminente, recetas o baja por depresión?”. Ah, qué tío… No sé si me dejó más impresionado el día que lo detuvieron por aquel feo asunto del tráfico de armas o la mañana que me miró a los ojos, con mi polla en la mano, y dijo: “esto es un claro problema de inexperiencia, una falta total de confianza: te recetaré Viagra”. En esas estoy, recordando al ausente y sopesando si debería decir polla o pene en una situación similar con la nueva doctora, cuando suena la puerta y aparece el camarero del bar vecino con una cerveza y una tapa de jamón. “Se lo dejo en el despacho”, dice. Eso destensa la situación. Me gustaría emular a Yosi, el cantante de Los Suaves, cuando dijo aquello de “ha muerto David Bowie y yo no me encuentro demasiado bien” pero lo veo un tanto excesivo para un primer encuentro, así que me limito a comentar que tengo una tos bastante fea: algo no va bien en mis pulmones.

Por indicación suya me quito la camisa y tomo asiento sobre una camilla cubierta con grandes trozos de papel. Entonces la veo aparecer con una especie de dedal tecnológico que incrusta en mi dedo índice y, al instante, siento un mareo pavoroso. Ella se da cuenta y me recuesta, un tanto alarmada pero sin perder la calma; se nota que tiene oficio. “Creí que iba pincharme”, confieso cuando recupero un poco la compostura. Y ella se ríe porque el dichoso dedal es una especie de termómetro que ni pincha ni corta ni nada. “Ahora vamos a mirar esa garganta pero tranquilo: esto es solo un palito, tampoco pincha”, se recrea en la suerte. Un poco de respire usted por la nariz, otro poco de respire ahora por la boca, y en menos que canta un gallo ya estoy abotonándome la camisa, esperando el veredicto mientras ella teclea concentrada en su ordenador. “¿Me voy a morir?”, pregunto. Por su primera reacción, no lo parece.

En el fondo, para quienes sentimos la presencia de la muerte en cada latido del corazón es una derrota que se nos reconozca un buen estado de salud. La vida tiene que asentarse sobre un puñado de certezas, no se puede circular a ciegas esperando a que te arrolle lo desconocido. A veces me pregunto cómo puede uno saber si está enamorado, por ejemplo, cuando no es capaz de distinguir un estornudo del cáncer de pulmón. En el mejor de los casos, el tumor siempre podría ser benigno, como decía Woody Allen en aquella película, pero en los asuntos del cuore estás muerto al primer diagnóstico equivocado: no lo podrás arreglar con una visita a la farmacia, no puedes pedir una segunda opinión, no va a cubrirte las espaldas el seguro privado de Adeslas… Estarás jodido sin más, defenestrado sentimentalmente y a merced del viento. Si, ya lo sé: haber estudiado.

Qué mala cara traes”, dice mi abuela en cuanto me ve aparecer por la puerta de casa. Así suele saludar a los seres queridos: con una mueca difuminada entre el interés y la desafección, como si se preocupara por la salud de un nieto al que, en realidad, no termina de reconocer como suyo. Entonces agarra una cuchara sopera, me ordena abrir la boca y la introduce como si rehogara un sofrito. “Esto tiene muy mala pinta”, concluye. Y se marcha moviendo la cabeza, como si mis males no tuviesen remedio. Entonces dejo caer la cabeza sobre la mesa y no puedo evitar sentirme como aquel personaje de Roth al final de la novela: deseando que alguien me dispare y gritado desesperadamente hasta que la nueva doctora dice: “BienAhora nosotros quizá poder empezar. Jawohl?”.

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