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Vicios y padres

Vicios y padres. MX
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CREO QUE FUE en el 2013 cuando mi vecino Manuel y yo acudimos al hospital para ver a su padre. Acababan de operarlo de un cáncer alojado cruelmente en la garganta, fumador como era, y por el camino nos fuimos entreteniendo con un repaso a vuelapluma de casos similares: en pueblos pequeños como este de Campelo, la comparativa también funciona como una especie de terapia. No es agradable pero se practica desde siempre, incluso en peores circunstancias, como los entierros. Uno está allí, velando a su madre o a su hermano, y de repente comienza a girar un carrusel de personas, conocidas y desconocidas, que se acercan a ofrecerte un sentido pésame y el relato de una muerte similar. Lo hacen, además, sin ahorrarse detalles ni dramatismo, posiblemente convencidos de que el dolor compartido une, desinfecta y lo mismo protege del frío que del calor. Lo curioso en este caso concreto es que, al llegar a la habitación señalada, el enfermo no estaba.

"¿Seguro que es esta la habitación?", pregunté yo un tanto desconfiado, conocedor de la excasa pericia de mi amigo para pagar deudas, recordar números y coger recados. Él miró la puerta varias veces, giró la cabeza a un lado y otro del pasillo, buscó algún tipo de referencia en su teléfono móvil y, finalmente, ajustándose las gafas sobre la nariz, me aseguró que sí: esa era la habitación. Sucedió además, lo que también sucede en algunos hospitales gallegos, que están llenos de gente pero resulta casi imposible cruzarse con alguien, como si nos fuésemos escondiendo unos de otros para evitar preguntas tan incómodas como la de "¿sabe usted dónde carallo está mi padre?". Decidimos esperar, que es lo mejor que puede uno hacer en estos casos. Si algo hemos aprendido del cine americano es que, cuando te encuentras con este tipo de extrañas circunstancias, ponerse a investigar es casi una condena a muerte, especialmente para las personas de raza negra, los gordos, las rubias poco legales y los guardias de seguridad: siempre son los primeros en caer.

Sopesamos la posibilidad de que lo hubiesen trasladado a otra habitación, incluso a otra planta, pero entonces se nos ocurrió una idea más o menos lógica. Bueno... En realidad, se nos ocurrieron dos: buscar a una enfermera o mirar en el armario. La primera la descartamos enseguida por razones obvias pero la segunda nos sirvió en bandeja la confirmación que buscábamos: su ropa, perfectamente doblada, esperaba impaciente el regreso a casa. Y es curioso comprobar como una certeza tiene la capacidad de aumentar el grado de incertidumbre, el misterio de según qué situaciones, porque si bien estábamos en el lugar correcto, más increíble nos parecía la ausencia del enfermo. "¡Pero si lo operaron ayer!", se desesperaba Manuel. "¡Dime tú a mí dónde se metió este hombre!". Yo, por no parecer inútil, el típico peso muerto que no sirve para nada, miré debajo de la cama. "Nada, aquí tampoco está". Aquello destensó la situación y mi amigo soltó una sonora carcajada.

Armándonos de valor, decidimos salir de la habitación, camino del puesto de enfermería, esa especie de mostrador informativo en el que nunca hay nadie (salvo que uno quiera pasar desapercibido, que entonces sí aparecen auxiliares de cualquier rincón para echarte la bronca por incumplir alguna de las normas de visita). Apenas habíamos dado un par de pasos hacia lo desconocido cuando se abrió una puerta al fondo del pasillo y vimos al padre de Manuel aparecer en la distancia, visiblemente renqueante y agarrado al soporte metálico de los goteos como un cojo a su muleta. Unos y otro fuimos acortando la distancia con esos pasos cortos de institución sanitaria, lentos, sin intención de ir a ningún sitio, hasta que nos encontramos en un palmo de terreno. "¡Pero papá!", explotó mi amigo. "¿Te operaron ayer y ya estás fumando?". El viejo lo miró como si quisiera fulminarlo y, sin apenas fuerzas para enfadarse, comenzó a decir que no con la cabeza mientras con la mano libre hacía claros gestos de que su hijo estaba loco. "¡Pero si te está saliendo humo por el agujero de la tráquea!", reforzó Manuel sus argumentos. Y era una verdad tan contundente que ni siquiera necesitó recurrir a su sospechosa ausencia, el pestazo a tabaco o la presencia del paquete y el mechero en el bolsillo del pijama.

De vuelta a casa, para romper aquel incómodo silencio, se me ocurrió hacer la pregunta que rondaba en el ambiente desde que nos metimos en el coche. "¿Y de dónde habrá sacado el tabaco tu padre?", dije. Manuel bajó una marcha, buscó una emisora concreta en el aparato de radio y, mientas vigilaba la presencia de más tráfico rodado en la parte trasera y los laterales del vehículo, me confesó: "se lo dejé yo ayer, antes de irme". Yo no supe que decir. Quise preguntar por qué, hacerme el indignado o ponerme a sermonear al pobre diablo pero ni siquiera me concedió esa oportunidad. Apagó la radio, medio abrió una ventanilla y, sin quitar ojo de los espejos retrovisores, dijo: "lo que no se me pasó por la cabeza es que se atreviera a fumárselo". Bien mirado, aquello tenía su lógica: te explican que a tu padre lo han operado de cáncer pero no te advierten de que no existe un procedimiento médico capaz de extirparle los vicios.

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