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Volver

Es terrible abandonar la ciudad sabiendo que ella te había dejado mucho antes de recitar las palabras mágicas: "comprar vuelos baratos, Siri". Nuestros entornos, con sus impulsos eléctricos brotados de las piedras y la ingeniería civil, siempre van un paso por delante de nosotros en estas cuestiones. Lo pensaba el otro día, mientras un taxista me observaba por el espejo retrovisor en cada cruce, eligiendo siempre el camino más largo hacia un destino, la estación de trenes, que había sustituido al aeropuerto en mi pretencioso plan de huida. En esas miradas entornadas de los taxistas, siempre atentos al menor indicio de desconocimiento por parte del cliente, se resumen gran parte de la naturaleza humana y el sentido de la vida: joder al prójimo sin renunciar a que, encima, te lo agradezca.

"No se ve mucho ambiente en el Búho, qué raro", le digo por ahorrarme unos euros en la carrera, no porque pretendiera mantener algún tipo de conversación. Dos minutos después, impermeable ante mi intento de acreditar un cierto conocimiento de la zona, volvemos a pasar frente a la puerta del local y el taxista se limita a confirmar mi teoría con un escueto "pues sí que es raro". Su santo coraje, por no decir otra cosa, hace sonreír al taxímetro que acumula unos cuantos céntimos más con su descarada maniobra circular.

Es curioso porque, de algún modo, siempre he pensado que las grandes decisiones de mi vida obedecían a un gran plan. Todos tenemos uno, a fin de cuentas, hasta que, como decía Mike Tyson, nos cae la primera hostia. Durante años -que a veces parecen eternos- nos afanamos en luchar contra nuestras propias inseguridades y resulta que son las certezas las primeras en derrumbarse al primer contratiempo, como si las rodillas se aflojaran siempre por la parte más rígida de la razón. Estudiaré una carrera, buscaré un trabajo y quizás un amor, pintaré el salón de gris, criaré dos hijos en la abundancia, moriré solo en un geriátrico público… La ambición no tiene límites hasta que en selectividad sacas un cinco raspado y comienzas a sospechar que las cosas no van a salir como tú habías imaginado. Y, sin embargo, sigues planificándolo todo a conciencia, como si alimentar la idea de que el mundo es tuyo, de que tu vida está en tus manos, fuese la única verdad absoluta que sostiene todo lo demás.

El taxista pasa frente a la puerta del mítico local de copas por tercera vez. Empiezo a sospechar que no ha entendido mi urgencia por abandonar la ciudad y pretende, con la mejor de las intenciones, aparcar más o menos cerca para invitarme a la primera copa de la noche. Lo cierto es que, de no ser por ese MXneón -que tantas veces he atravesado en mala compañía, como un muérdago podrido sobre un marco de melanina- no sabría decir con seguridad en qué lugar estoy. A través de la ventanilla de un coche todo parece diferente. La gente que vemos caminando, o montada en otros vehículos, se me antoja sacada de otro lugar, de otro tiempo. Veo terrazas que empiezan a montarse cuando imaginaba que esa debería ser la hora a la que se desmontaban. Las furgonetas de reparto zumban como un enjambre de pequeños autónomos y las aceras se van poblando poco a poco de caras tristes, de rostros cansados que afrontan una nueva jornada laboral deseando que sea la última. Nada que ver con esos rostros encendidos que uno se cruza a pie, cuando a la misma hora de una noche diferente calculas los pros y las contras de regresar a casa con una o dos copas de más.

Por fin veo la estación en el horizonte y el taxista me la señala con un golpe de mentón. Tengo la sensación de que ha intuido mi desconfianza y que, con su pequeño gesto, trata de echármelo en cara: "ahí la tienes, imbécil", pensará. Lo cierto es que parece hambriento, como si no hubiese desayunado, y aunque el precio de la carrera ya se cotiza en dobles dígitos siento cierta necesidad de mostrarle mi agradecimiento por no haber sido demasiado eficiente. Podría invitarlo a un café con churros pero termino aceptando que lo más ético será estirarme con la propina. "Quédese con el cambio", le digo mientras echo mano de la mochila y abro la puerta del coche. "Tú no eres de aquí, ¿verdad?", me pregunta mientras hace una marca al billete y lo introduce en una cartera de piel que esconde bajo el asiento. "No lo sé", pienso. "Antes lo era".

Me desea un buen viaje y sale zumbando por un carril de servicio que lo devuelve a la arteria principal, tan diligente en el uso de los intermitentes que me dan ganas de soltar el equipaje y ponerme a aplaudir. Luego pienso en las horas de viaje que me quedan por delante y en tantos años que, en ese preciso momento, parecen quedar definitivamente atrás. "Volveré", me digo a mí mismo para tratar de convencerme de que soy yo el que se va, no mi propia ciudad la que me echa.

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