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La cuchara

Muchos años atrás, cuando Ricardo vivía con sus padres en Suiza, quería ser de mayor arqueólogo. Le fascinaba la idea de descubrir tesoros ocultos durante siglos o milenios. Cerca de su casa había un parque de arena, donde se juntaban niños y niñas de vecindario con cubos, palas, rastrillos y muñecas.

Ricardo acudía con un pequeño cubo, uno o dos muñecos y una cucharilla, su instrumental de arqueólogo. Mientras los demás movían la arena a paletadas, él marcaba sobre la arena una cuadrícula y con la cuchara iba extrayendo la arena muy poco a poco. Si encontraba algo, una piedra, una canica o un cordón de una zapatilla, lo ponía con todo cuidado en el cubo y una vez en casa lo guardaba con sumo cuidado en una caja donde atesoraba sus hallazgos arqueológicos.

Los muñecos variaban. A veces eran soldados o vaqueros, otras veces llevaba un coche, pero la cuchara era siempre la misma. El cazo tenía forma de concha de vieira y el mango acababa en forma de cruz. Era una cucharilla diferente a todas las que había visto. Una cuchara mágica para la práctica de la arqueología.

Años después, durante una mudanza, Ricardo encontró la caja. Allí estaba el cubo, la cuchara y todos sus descubrimientos: caramelos a medio comer, piedras, chapas y hasta alguna colilla. Antes de tirarlo todo, preguntó a sus padres si querían la cuchara. Ellos, entre risas, le contaron la verdadera historia del instrumento. Resulta que en la familia de la madre de Ricardo mantenían una tradición que les divertía mucho. Cada vez que alguien iba de viaje, buscaba el suvenir más cutre y horroroso y compraba un ejemplar para cada miembro de la familia. Aquella cuchara era uno de ellos. Podía tirarla.

Siguieron pasando los años. Ricardo nunca fue arqueólogo. Aquello había sido un juego infantil. Se hizo ingeniero y trabajó casi toda su vida diseñando aspas para hélices de aviones y helicópteros.

Cerca de su jubilación, un buen día un grupo de amigos lo convencieron para hacer el Camiño a Compostela. Aunque de madre gallega, apenas había ido Ricardo un par de veces a Galiza, de niño, para pasar unas semanas con los abuelos en la aldea. Se dejó llevar porque pensó que sería una buena manera de conocer su país materno.

El viaje estaba organizado con precisión. La amiga que lo había dispuesto todo había reservado con antelación buenos hoteles para pernoctar, buenos restaurantes para comer y hasta tenían a su disposición un taxi que les llevaba los equipajes y adelantaba a algún compañero cuando estaba muy cansado o los pies no respondían.

Ricardo advirtió al grupo que esa manera de hacer el Camiño era como mínimo tramposa, pero lo hizo en tono de broma. Qué más daba. Él no hizo uso del taxi en ningún momento. Disfrutó como nunca de aquella tierra a la que también pertenecía. Nunca la había imaginado así de hermosa. Sus recuerdos de la infancia estaban difuminados en su memoria y su conocimiento de aquella tierra había sido corto y circunscrito a una aldea.

Al llegar a Compostela, alguno de su grupo entró en una tienda de esas en las que sólo entran turistas. A desgana, Ricardo entró también, por no quedar esperando en la puerta. Se puso a curiosear sin prestar atención y de pronto las vio. Varias docenas de cucharillas con el cazo en forma de vieira y el mango rematado con una cruz.

Toda su infancia se le echó encima. Se recordó sintiéndose un explorador que viajaba por el mundo descubriendo tesoros arqueológicos. Sintió una profunda emoción. No veía en esa cuchara un recuerdo kitsch, una horterada para bromear en familia. Para él era mucho más. Era él de niño emocionándose al desenterrar una canica o el brazo perdido de una muñeca, como si estuviera excavando una pirámide.

Compró una y se la llevó de vuelta a casa. Todas las mañanas, en adelante, la utilizó para revolver el azúcar con el café. Y cada día volvía a recordar sus sueños de niño. Durante un minuto o dos, desaparecían de su cabeza las hélices, los asuntos personales, las guerras y su equipo de fútbol y volvía a sentirse una y otra vez como un arqueólogo aventurero. Y siempre pensó que aquella cuchara mágica le ayudaba a enfrentarse al nuevo día.

Volvió a Compostela en 2022 y compró otra cuchara. A la vuelta se la regaló a su nieto, Ricardo como él.

-Es una cuchara mágica para los grandes exploradores -le dijo.

-Yo cuando era de tu edad tenía una igual.

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