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La violinista en el Camiño

Izabela Landowski, violinista polaca de reconocido prestigio, había debutado con la Filarmónica de Varsovia a una edad insultantemente joven para un primer violín. Sus interpretaciones, especialmente las de los conciertos para violín y orquesta de Bach, habían sido ensalzadas por la crítica y muy apreciadas por el público. Después de siete años ocupando ese puesto, decidió emprender una carrera en solitario que le permitiera elegir un buen repertorio con obras de Sarasate, Falla o Bazzini. También componía variaciones sobre obras de estos y otros autores, recuperando una tradición muy apreciada en otros tiempos aunque ya en desuso. Lo hizo como muchos de los grandes violinistas del XIX y del primer tercio del XX con la única compañía de un pianista, para lo que había contratado al veterano Pacho Pardal, un excelso intérprete uruguayo.

Diez años estuvieron juntos aunque apenas en todo ese tiempo habían intercambiado demasiadas palabras: diálogos de cuatro frases siempre sobre la partitura o el orden del repertorio. Se veían en los ensayos y en los conciertos. Nunca compartieron una copa de vino, ni se felicitaron los cumpleaños ni cenaron juntos aunque estuvieran en una remota ciudad en la que ninguno de los dos conocía a nadie. Ni siquiera compartieron jamás camerino. Los teatros en los que tocaban eran los mejores del mundo. Sobraba espacio.

Historias del CaminoAl comenzar el concierto se daban la mano y cuando ella recibía los aplausos, pues era la protagonista del espectáculo, señalaba con la mano a su acompañante para que recibiera su cuota de reconocimiento. Tras las correspondientes ovaciones, siempre calurosas, casi siempre clamorosas con el público puesto en pie, Izabela se iba por un lado y Pacho por el otro. No se volvían a ver hasta el siguiente ensayo. Para ambos era una relación perfecta, estrictamente profesional.

Cuando murió Pacho, Izabela comprendió lo mucho que lo quería. Había sido un compañero leal y muy profesional. Tampoco se arrepintió al principio de no haber profundizado en la relación ni lo justo para al menos construir una amistad superficial. Preguntarle por la familia, conocer sus gustos, esas pequeñas cosas. No lo hizo. Ella siempre consideraba que la amistad podía afectar negativamente al trabajo. Por eso, cuando supo lo mucho que lo echaba de menos, siguió creyendo que ambos habían hecho lo correcto.

Izabela Landowski, tras unos meses inactiva, reinició su carrera probando con otros pianistas. Todos y todas eran virtuosos y con ellos conservaba la calidad de sus interpretaciones y el favor del público, pero a ella no le gustaba el resultado. Escuchando las grabaciones de los ensayos o de los conciertos no sabría decir qué fallaba, hasta que una amiga, contrabajista de la Filarmónica de Varsovia se lo dijo tomando un vino: "No falla nada. Lo único que pasa es que puedes probar a treinta pianistas, pero ninguno de ellos será Pacho Pardal. Los hay tan buenos como él o mejores, los conocemos, pero no son Pacho. Tú no echas de menos a la persona. Nunca le prestaste la menor atención. Extrañas trabajar con él, no a él, que son dos cosas muy diferentes. Si lo echaras de menos como acompañante lo superarías. Lo echas de menos como si se le hubiera roto el piano para siempre".

Esa conversación, que tan bien reflejaba la relación de Izabela con Pacho, le rompió el alma, aunque hizo lo posible por disimularlo. Se sintió culpable, porque se daba cuenta de que sí extrañaba a Pacho y sentía su ausencia. A su manera lo había querido, aunque jamás había pensado en ello hasta su muerte. Llamó a su agente y le encargó cancelar todas las fechas contratadas. Le dijo que se tomaría un tiempo sin trabajar, no sabía cuánto. Nunca contestó a sus insistentes llamadas ni respondió a sus mensajes. Al cabo de unos meses cambió el número de teléfono para desconectar de su carrera.

Ahora hace el Camiño desde hace varios meses, cada vez uno diferente y vuelta a empezar. Lleva su violín y de vez en cuando lo saca de su funda y allí de pie, en medio de cualquier lugar, toca una pieza en honor a Pacho Pardal. Con su música, allá donde esté, piensa Izabela, Pacho la escucha y entonces, sin articular palabra, sólo moviendo el arco, pulsando las cuerdas y escuchando en su cabeza el piano, le dice todo lo que no le dijo en tantos años en que estuvieron juntos. Está convencida de que si Pacho la ve y la escucha, lo comprende todo.

Cada vez que lo hace, los peregrinos se detienen a escuchar. Izabela toca con los ojos cerrados, ausente de quienes la rodean. Sólo siente la música y siente a Pacho a su lado, acompañándola. Es cuando acaba, al escuchar los aplausos, que vuelve a la realidad y piensa que podría hacer eso durante el resto de su vida, caminar sobre la tierra más hermosa del mundo y tocar para Pacho Pardal dos o tres piezas al día.

Ella recibe los aplausos de los caminantes con una sonrisa y devuelve un saludo. Le suenan como un auditorio lleno de gente puesta en pie aclamándola durante minutos. Luego siguen todos su camino, ella ata la funda del violín a la mochila y camina también. Sabe que algún día tendrá que volver a los escenarios, y lo hará, pero no tiene prisa. No hasta que se haya reconciliado con Pacho Pardal y con ella misma.

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