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Busqué a Kawabata en Kioto

Mi tía de Chantada me regaló unas acciones y como no soy un experto en Bolsa me las fundí en un viaje a Japón

Yasunari Kawabata. AEP
photo_camera Yasunari Kawabata. AEP

UE EN EL verano de 2006. Llevé en la cabeza las sutilezas nostálgicas de Yasunari Kawabata, los sensacionalismos de Yukio Mishima que quiso hacerse famoso a cualquier precio, la condensación prodigiosa de los haikus que seleccionó en un libro hermoso José María Bermejo, La ola de Hokusai, la densidad de las estampas que asombraron a Van Gogh, el Elogio de la sombra de Tanizaki que critica nuestra luz policiaca de Occidente, la película Los cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi –romántica y desgarrada–.

Me alojé en un hotel de la calle Kawaramachi en Kioto, por las tardes miré en la televisión a gordos monumentales peleando o encontré películas clásicas japonesas, un negro norteamericano me pareció muy cercano entre tantas personas tan extrañas, a menudo me fui a la terraza del Starbucks al lado del arroyo Shirakawa, quise sentir un poco el café en medio de tanto té que siempre me fue tan ajeno.

Miré el Pabellón Dorado que el protagonista de la novela de Mishima acaba quemando porque siente rabia contra la belleza, aprecié su dibujo ligero y delicado, observé sus galerías superpuestas reflejadas en el estanque. Fui por el barrio de Gion y rocé las casas de madera de planta baja, las geishas pasaron junto a mí con sus pasitos cortos por la calle empedrada, sujetaron sus quimonos sujetos en los riñones con prendedores como camelias. En el teatro Gion Corner nos enseñaron a unos cuantos arreglo floral ikebana y escenas de teatro kabuki, un norteamericano vulgar no cesó de hacer ruidos con su móvil, lo miré fastidiado pero no sirvió de nada. Fui por el callejón Pontocho, entre las tiendas de envoltorios exquisitos, los restaurantes con muestras de caligrafía hipnótica y jardincillos de piedras en la entrada, los rincones secretos del río Kamo. Entré en el palacio del Shogun, mis pasos resonaron en la madera del suelo porque el shogun siempre quiso por si acaso oír quien se acercaba, vi grandes biombos con poemas escritos, enormes salas con telas expuestas, galerías que daban a jardines sin árboles porque el shogun prohibió que la caída de las hojas le recordase el paso del tiempo.

Miré las Montañas Orientales de las que habló Kawabata en Kioto, fui por el camino de la Filosofía al que salen a meditar los monjes, miré el pabellón de Plata, seguí el sendero que serpentea entre cerezos y atraviesa riachuelos. Paladeé los pequeños estanques, las espesuras de olvido, los precipicios, y en el monasterio Rioanji encontré el jardín zen más fascinante. Me pareció prepotente el santuario Heian, que reproduce el antiguo palacio imperial de la era Heian. Yo preferí sin duda las construcciones perdidas, los pabellones solitarios de la montaña del Este. Pero lo que quise hondamente fue buscar a Yasunari Kawabata. No me propuse buscar su casa, los lugares que frecuentó, me pareció demasiado complicado. Porque además, contra lo que creen aquí, en Japón apenas se habla inglés, y el país está muy poco occidentalizado en su lengua y en sus costumbres. Pero lo busqué en las colinas orientales de que me habló en Kioto. En esa novela Kawabata habló de un hombre que se enamora de una mujer porque se parece a otra, de alguien que teje un bordado de memoria a partir de un dibujo destruido, de una mujer en la ciudad que tiene una hermana desconocida en la aldea que reproduce sus rasgos en otro tono, todo son espejos de espejos, evocaciones de evocaciones, la pasión de la nostalgia. Y toda la ciudad es así, y por eso yo encontré en ella a Kawabata.

Kawabata me habló de lo esbozado y lo inacabado, de la intuición que se pierde o se destruye, de la belleza que se derrama, de vidas que se pierden en los lagos. En él todo fue exquisitez apasionada, muy lejos del sensacionalismo de Mishima, pinta los matices de los árboles en la primavera de Kioto con unas mezclas fugitivas, habla de las concomitancias del arte occidental con el japonés, muestra felicidades que se destruyen por fatalidad o frustración, habla de vidas que se convierten en novelas y solo en las novelas alcanzan su identidad. En Lo bello y lo triste un escritor y una joven hace mucho tiempo tienen un erotismo exquisito entre la naturaleza de Kioto, mucho después una alumna salvaje de la joven se venga del escritor seduciendo a su hijo y tirándolo al lago, la atmósfera de belleza impalpable e indestructible se pierde en la crueldad y la venganza, en la frustración y lo que pudo ser, en lo soñado un día y nunca realizado, en el arte que se convierte en la vida, en una naturaleza tan sutil que uno puede desaparecer en ella. Por eso lo busqué en las calles hermosas, en los palacios con biombos delicados, en las colinas extrañas con jardines silenciosos de piedras.

Me fui a pasear con su espíritu a los bosques de Nara. Lo evoqué en el templo Todai Ji, el edificio de madera más grande del mundo, lo construyeron en el siglo VIII como centro del budismo japonés, a la entrada un buda con camiseta roja me recibió riendo y me dijo que no me tomara las cosas tan en serio, que todo es ilusorio. Fui por el Parque de los Ciervos, algunos ciervos se acercaron para que les diera comida, ninguno me lamió las manos, me encantó su ligereza y su fragilidad, me parecieron personajes de Kawabata, sentí su latir prodigioso entre los árboles.

Pensé en Kioto, en Lo bello y lo triste, en País de nieve, donde un viajero se enamora de una muchacha porque ve su reflejo durante horas en el cristal; pensé que todo el mundo de Kawabata era un reflejo en un cristal, era una pasión reflejada en otras épocas, era lo que el tiempo deja al ir pasando, la delicadeza de la lluvia que lo vuelve todo infinito, igual que las sombras hacen más cálidas las casas en el Elogio de la sombra de Tanizaki. Y repasé El albergue de las bellas durmientes donde un viejo trata de captar el latido inasible de unas muchachas dormidas, de unas chicas que se mueven con delicadeza e intimidad entre sus sueños. Y como desde Kamakura días antes evoqué las montañas que aparecen en La danzarina de Itzu, la historia de esa muchacha tan vivaz y fugitiva como el dibujo perdido, como la hermana que se perdió de niña en la aldea, como Kioto bajo la lluvia, creo que en definitiva encontré a Kawabata.

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