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Dos mujeres con sombrero

"Lempicka pinta a todos con sus costumbres libres, sus gustos bisexuales, sus coches. Pinta mujeres en actitudes lesbianas con los ojos sensuales. Casi siempre se inclinan a un lado, nunca miran al público. No podremos sujetarla"

Tamara de Lempicka. EP
photo_camera Tamara de Lempicka. EP

LAS DOS usan sombrero. Se adelantan hacia nosotros con el sombrero y se esconden en su intimidad. Nos marcan su territorio y se liberan en su sombra. Nos dicen: aquí estoy, y despliegan su mirada solitaria.

Tamara de Lempicka desafía a todos con sus formas definidas, sus pechos de metal. Se pone guantes para que no la toquemos. Mira hacia un lado, no nos mira a nosotros. Nos dice desafiante que está ahí, y no nos deja entrar. Solo deja entrar a unos pocos, a los que se fijen en su sombra, en su mirada melancólica.

En la Muchacha con guantes los tirabuzones parecen metálicos, los pechos sonafilados. Pueden clavarse en quien se acerque demasiado. Aprieta los labios con orgullo.

Otras mujeres suyas se arrebujan lánguidas, nos dicen que pueden hacer muchas cosas ellas solas. Las miradas tiemblan entre los párpados entornados y los labios evidentes se desenfundan. Y sus vestidos flotan con pliegues agresivos. Pero detrás de ellos está todo lo que muchos no supieron ver durante siglos.

Lempicka pinta a todos con sus costumbres libres, sus gustos bisexuales, sus coches. Pinta mujeres en actitudes lesbianas con los ojos sensuales. Casi siempre se inclinan a un lado, nunca miran al público. No podremos sujetarla. Su intimidad es libre y no podremos hacer nada contra ella. Los ojos de sus chicas se hacen enormes y los sombreros las cubren. Lanzan con desafío su sensualidad hacia las esquinas. Desenvuelven sus sueños en las sombras de los sombreros. Pinta los culos con fuerza y también las espaldas. Los cuerpos ya no tienen que esconderse y la piel reluce sin miedo. Incluso pinta a Teresa de Ávila con la boca vertiginosa sintiendo la sensualidad del éxtasis. La mujer santa ahora se adelanta y nos dice: "Esto es el entusiasmo". Otras van en sus coches con vestidos al viento, conducen a toda velocidad. Nos dicen: "Nadie tiene que conducirme". Los coches relucen y nos golpean. Las miradas orgullosas se apartan de nosotros, preservan su sensualidad secreta. No, ya la mujer no tiene miedo a decirse.

También Dorothy Parker escribe con trazos angulosos, nos hace ver su personalidad. Sus frases son contundentes, se nos clavan y nos ponen en nuestro sitio. Ella nos dice: "Aquí estoy yo". Son como el ala del sombrero, nos marcan su territorio. Y detrás en la sombra está su sensualidad, su melancolía.

No se trata de las mujeres contra los hombres. Ya lo dijo Virginia Woolf: "Ay de la literatura de mujeres que se limite a quejarse de los hombres". Hay muchas mujeres que no le simpatizan nada, no hará un bando con ellas. Como esas ricachonas que sueltan una cháchara vacía, llena de tonterías.

Como esa dama de Dorothy Parker que aprueba que su marido se muera tranquilamente y está contenta con Dios : "La actitud de amable tolerancia por parte de la señora Whitakker no se limitaba a sus parientes menos afortunados. Se extendía a los amigos de la juventud, a la clase trabajadora, las artes, la política. Estados Unidos en general y a Dios, el cual la había servido siempre con la mayor eficiencia. Podría haberlo recomendado con las mejores referencias".

O esa otra a la que han dejado y va en un taxi mirando la ciudad y al ver a una criada dice: "Que suerte, ellas no sufren, ellas son insensibles". O esas otras que hacen su caridad de grandes damas y luego ya pueden ir a sus cócteles. O esa otra que educa a su hijo en el miedo y la represión. Sí, las damas neoyorquinas que aparecen en el libro Una dama neoyorquina de Parker no son admirables precisamente. La verdadera dama con sustancia es la que escribe.

Pero a menudo se trata de la soledad, de un mundo que nos deja frustrados. La mujer casada que tiene amantes cada vez más vacíos se va frustrando. La que depende de los permisos de su marido soldado y todas las entrevistas se malogran. Por eso titula otra colección La soledad de las parejas. A veces no piden gran cosa, aceptan esa vida con cierto cinismo. La vida está llena de engaños y vaciedades patéticas. Los amantes no son mejores que los esposos. Las personas escamotean su crueldad con un sentimentalismo pringoso. Y la 'rubia imponente' está deseando dejar sus tacones.

Pero tenemos a Dorothy Parker, marcada, en su estilo contundente, en sus afirmaciones sin miedo. Luis Antonio de Villena dice que era capaz de perder una amistad por decir una frase con fuerza. En su desenvoltura, en su ironía afilada. La tenemos marcando los contornos, igual que marca el sombrero.

La tenemos dirigiendo una tertulia literaria con soltura en el hotel Algonquin y revolviendo la literatura de su tiempo. Alan Rudolph, que retrató a los modernos cuando eran liberadores en Los modernos, la retrató con modernidad en La señora Parker y el círculo vicioso.

Y luego está esa intensa inquietud. Se ve en ese monólogo de una mujer que no puede dormir en la madrugada, que se niega a contar ovejas, que discute mentalmente con La Rochefoucauld, que deshace tópicos y lugares comunes. Que se revuelve en la cama con fuerza y con rebeldía.

Dorothy Parker escribe como pinta Tamara de Lempicka. Con el mismo trazo anguloso, con la misma elusión en el fondo, con el mismo desafío ante nosotros. Poniéndonos sus frases de metal como las tetas de metal de Tamara. Pero también sus miradas solitarias detrás del sombrero. Sus inquietudes ocultas, sus melancolías insaciables.

Marca como Tamara las dos zonas de línea y sombra. Marca la presencia en la sociedad, marca la oculta soledad. Marca el orgullo de su presencia, marca su sombrero que ocupa espacio. En un cuento nos dice más o menos : esto sí que es un sombrero, no el tuyo que parece un sapo muerto.

La literatura y la pintura se corresponden en una época del mundo. Cuando tantas cosas se desataban cuando otras parecían prometedoras. Cuando las mujeres se soltaban con fuerza y decían todo lo que tenían. Pero desplegaban lo que tenían dentro, no se limitaban a soltar consignas. Nos demostraban que valía la pena escucharlas, hablaban de verdad y no solo pedían la palabra.

Sí, las dos usaban sombrero. Las dos nos señalaban claramente quienes eran y escondían sus mundos secretos. Ocultaban sus melancolías para quien quisiera verlas. Invitaban a los más atentos a fiestas secretas de comunicación. Los ojos desviados en la sombra para Tamara de Lempicka. Esa impregnación de melancolía que sueltan algunos párrafos de Dorothy Parker.

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