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El espanto

Bandera. DP
photo_camera Bandera. DP

Rich Lewis vive en Ruby Valley (Montana) desde hace treinta años y se dedica profesionalmente a espantar pumas, una profesión con más demanda de lo que en un principio pudiera parecer. Hace unos años saltó a la fama gracias a cierto programa de televisión que recoge las peripecias de un grupo de hombres empecinados en vivir alejados de la civilización, confortablemente instalados —al menos desde su punto de vista— en algunas de las zonas más remotas y agrestes de los inmensos Estados Unidos de América. Todos ellos tienen una buena historia que contar pero ninguna como la de Lewis quién, a la emoción inherente de vivir en un entorno tan peligroso, suma la presencia de un enemigo mortal o supervillano, una figura demoníaca que lo persigue y obsesiona capítulo tras capítulo hasta orillar la locura: un puma escurridizo llamado Tres Dedos.

Si nos atenemos a lo que se puede ver en televisión, espantar a un puma resulta relativamente sencillo: basta con tener un par de sabuesos bien entrenados para olfatear su rastro, perseguir y acorralarlo en lo alto de un árbol que, al parecer, es la vía de escape natural de este gran gato americano. Como los animales son más veloces que el viejo Rich, nuestro héroe tiene tiempo de explayarse ante las cámaras, largos momentos de gloria que aprovecha para mostrar preocupación por la salud de sus perros, rememorar el aciago día en que Tres Dedos mató a uno de ellos y bombardearnos con una serie de alegatos ecologistas que tienen su base en el rechazo frontal a casi cualquier forma de evolución. En cuanto llega al lugar en el que Capone y Betsy atosigan al animal con sus ladridos, Rich Lewis comienza a golpear el árbol con su bastón hasta que el puma, paranoico por las vibraciones de la madera, salta y abandona el lugar para, espantado, no volver jamás.

Llegados a este punto, y como mi intención primera siempre fue la de hablar sobre las recientes elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, resulta tentador concluir que esta es, precisamente, la América que vota a Donald Trump. Y posiblemente lo hagan —si es que a un anacoreta obsesionado con un puma medio amputado le interesa la política— pero lo cierto es que hay otra América que también vota al magnate inmobiliario del pelo amarillo y la piel naranja. En realidad, medio país ha votado a Trump en los últimos comicios. Setenta y un millones de votos no se consiguen a base de tramperos, cazadores, leñadores y espantadores de pumas. Tampoco sumando a los locos de las armas, a los fanáticos religiosos, a los racistas, a los negacionistas, a los terraplanistas, a los sincebollistas y a los seguidores del Real Madrid censados en todos los estados de la Unión: a Donald Trump, aunque cause cierto pavor reconocerlo, lo han votado personas normales como usted y como yo, ciudadanos que compraron su discurso de soluciones sencillas ante problemas difíciles porque hace tiempo que se despertaron del sueño americano.

No hay más que ver a su rival y próximo inquilino de la Casa Blanca —siempre y cuando The Donald no se reserve algún as bajo la manga— para comprender el desencanto que los demócratas han sembrado entre quienes formaban la base más sólida y fiable de su electorado: esa clase media trabajadora que fue perdiendo posiciones en el escalafón del bienestar hasta encontrarse en las colas del paro con su jardinero, la maestra de escuela de sus hijos, el muchachito que le repartía el periódico cada domingo y hasta los periodistas que lo editaban. Joe Biden, además de ser un señor mayor con menos carisma que Antonio Hernández Mancha, representa la incapacidad de su partido para dar respuestas a las demandas básicas de un pueblo que no distingue entre derecha e izquierda, sino entre liberales, neoliberales y ultraliberales. Es más moderado que Trump, cierto, pero resulta casi enternecedor ver a nuestra izquierda aplaudiendo la victoria de un político que en España dudaría entre militar en Vox o bombardear directamente el Algarve.

Picamos en su día con Obama pero ya no. Recuerdo perfectamente la noche en que el primer presidente negro de los Estados Unidos extendió el entusiasmo por su victoria más allá de las barras y estrellas. Llegaba un nuevo orden, nos decían: la promesa de un mundo mejor para todos sin atender a razas, religiones o nacionalidades. Nos pareció un hombre excepcional, mesiánico, de esos que nacen una vez cada cien años, pero la alegría duró lo que tardamos en conocer los primeros datos de deportaciones bajo su mandato, intuir el rumbo de la economía y ver volar los misiles Tomahawk de aquí para allá, como en un fin de fiesta organizado por Lito, el de la Panorama.

Su vicepresidente de entonces, Joe Biden, ha logrado vencer a Donald Trump es unos comicios de hechos consumados —todo el mundo sabía que se enfrentaba a un loco— y alterados gravemente por la covid-19, pero que nadie se extrañe si el remedio resulta igual de malo que la enfermedad. Por lo pronto, bien haría Biden en reclamar los servicios de Rich Lewis para espantar al todavía presidente de la Casa Blanca y tomar posesión cuanto antes: corre serio peligro de terminar sus días mordiéndose las uñas, mirando al vacío y evocando aquella noche electoral en la que, gracias al voto anticipado, a punto estuvo de vencer a Tres Pelos y sus amigos pumas del The Family, la FOX y el Tribunal Supremo.

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