Opinión

El regreso

Estoy sentado en la cama doblando calcetines, con el aire acondicionado de la habitación puesto. He vuelto a Madrid.

MIENTRAS los emparejo y los envuelvo, miro el montón que tengo delante y me pregunto qué es mejor, verlo y saber los que te quedan, y desesperarte porque son muchos, o no verlo e ir poniendo a prueba tu paciencia uno a uno.

Tres meses y ocho días después, ayer volví a Madrid, a trabajar otra vez in situ. Con lo que esta etapa tan excepcional llegaba, para mí, a su fin. Atrás quedan los desayunos con los niños, sentarme con el portátil en la mesa del comedor con la ría delante, hacer la comida con tiempo -vale, Marta, yo menos-, el deporte en casa, los primeros paseos de reconocimiento, ver capítulo tras capítulo de Vikingos ya en pijama y acostarme a las dos y pico. Y para qué negar que, aunque empezó mal, porque estuve muy desanimado mientras no pude ver a mis hijos, personalmente la recordaré con cariño. El conocimiento de lo que ha pasado, pasa y pasará alrededor importa, sin duda; entre otras cosas porque algunos efectos ya nos han rozado; pero sería hipócrita decir que, para mí, estos tres meses en casa, sin despedidas semanales, sin trenes, sin pasarme en mi trabajo doce o trece horas al día, no han sido un regalo.

El final no ha tenido nada de épico, y bastante poco de romántico. Ha sido paulatino y, enseguida, la normalidad, que no veo yo tan nueva, ha recuperado el terreno perdido. La vida sigue, como siempre, la vida no se suele parar a mirar atrás.

En el montón hay calcetines de invierno, de la última lavadora que puse aquí. Como en el armario de la entrada de casa, en el que están los chaquetones y las bufandas con los que empezamos el confinamiento, del que hemos salido para ir a la playa. Me fui de Madrid con mi abrigo gris y he vuelto en bermudas.

Como los campos de Castilla, que en marzo eran verdes y ahora están amarillos y polvorientos. Casi no había tráfico, y poco a poco íbamos notando el aumento de la temperatura, como comprobamos al parar a tomar un café en Arévalo. Tenía muchas ganas de conocerla. Su media docena de campanarios, visibles desde la autopista, llevan años llamándome la atención, y ayer al fin nos desviamos y entramos. Llave de Castilla, punto estratégico de la Extremadura castellana, la segunda mayor judería de España y joya de la arquitectura mudéjar: en algunas ciudades de Castilla, como te despistes te cae media Historia Medieval de España encima. Pero el turismo y el calor, para mí, son incompatibles. Y el tratar de ponerme en situación -imaginar todo lo que fue la villa de Arévalo, y a unos jóvenes San Ignacio de Loyola e Isabel la Católica correteando por sus calles-, y el reggaetón y el trap autotuneados con que nos ambientaban la terraza, también. Así que la visita no colmó las expectativas. Suele pasar. Tal vez habría sido mejor no parar, no entrar nunca en Arévalo, y seguir pensando que me encantaría.

Y me pregunto eso, si es mejor entrar o no entrar en Arévalo. Como, en O Vicedo, me preguntaba si no sería mejor no conocer la casa cuyas luces veía cada noche entre los árboles de la otra banda,

Cuando tengo que hacer alguna tarea monótona, como doblar calcetines, a veces mi esnobismo intenta consolarme y me trae a la mente a Horacio Oliveira, el protagonista de Rayuela, que casi al final -sea donde sea- de la novela está en su casa enderezando clavos a martillazos, para pensar, o para no pensar. Y me pregunto eso, si es mejor entrar o no entrar en Arévalo. Como, en O Vicedo, me preguntaba si no sería mejor no conocer la casa cuyas luces veía cada noche entre los árboles de la otra banda, al acostarme, y así seguir poniendo en ella todo lo que mi imaginación quisiese.

Supongo que el mundo se divide entre quienes a la mañana siguiente buscan la casa y van a verla, a ponerle cara, y los que prefieren dormirse entre ensoñaciones. Entre los que prefieren continuar pasando junto a Arévalo e imaginar cómo de señoriales serán sus calles y de nobles sus portales, y cómo resonarán los pasos en las recogidas calles que llevan a todas esas iglesias, y los que se salen de la autovía y van a comprobar que en Arévalo, además de escudos de armas, soportales y una Plaza de la Villa, hay tiendas de audífonos, la misma música horrible en la radio, rebajas y gente tomando un café con hielo mirando el móvil.

Madrid estaba esperando. Más vacío: por la mañana, la M-30 no la parece. Y seco y caliente; me había desacostumbrado. Menos mal que tengo aire. Y, bajo su chorro, pienso que el mundo también se divide entre quienes prefieren ver la montaña de calcetines, y saber a qué atenerse, y los que optan por confiar en la fortuna.

Y que todas esas clasificaciones deben de significar algo, pero no se me ocurre el qué. Esa también es otra división útil: entre los que, al reflexionar, parten de un punto y avanzan hasta llegar a unas conclusiones, y los que nos quedamos dando vueltas y vueltas como un tiovivo, preguntándonos qué pensarán esos caballos que suben y bajan sin parar.

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